En la periferia de Cracovia se ubica una gran zona verde, de sinuoso perfil, por cuyos caminos transitan decenas de cracovianos a lo largo del día paseando tranquilamente, haciendo deporte o acompañados por sus mascotas. Se diría que aquello ha sido, desde siempre, un pulmón de oxígeno para que todos puedan respirar aire puro, dejando a unos pocos kilómetros la ciudad que continúa imbuida del vertiginoso ritmo que caracteriza a las grandes urbes.
El silencio, la quietud, la sensación de placidez invade a quienes andan por allá. No sueles cruzarte con nadie, apenas en algún tramo del recorrido. Es demasiado extenso. Puede llevarte más de cuatro horas desde que entras en el parque, tras desviarte de la carretera Henryka Kamieńskiego, hasta que lo cruzas entero y aparecer en la calle Heltmana. Dejas atrás grandes explanadas de hierba, arboleda, montículos y oquedades que superas descendiendo por un camino agreste. En Heltmana se siluetean chalecitos, metros más allá edificios a modo de urbanizaciones y en una lejanía no muy difusa alguna que otra sede de las industrias de la zona que no alteran lo apacible del lugar.
Allí, donde la gente va ahora a relajarse, donde sus perros hacen sus necesidades, donde la vida parece querer quedarse para tomar impulso, fueron torturadas y asesinadas miles de personas. Del balcón de una de esas casitas surgía el carnicero Amon Göth para, todas las mañanas, tirotear al primer prisionero que pasaba por delante. Centenares de ellos murieron por sus disparos. Hasta 150.000 personas pasaron por el campo de concentración de Płaszów.
Cercados por las tropas rusas, los nazis quemaron miles de cuerpos antes de abandonar aquella zona. Destruyeron torretas, barracas, alambradas, en definitiva pruebas de su barbarie. Aún tuvieron tiempo de enviar a cientos de presos a otros campos, entre ellos al de Auschwitz, a pocos kilómetros y al que la gente viaja masivamente en excursiones cual parque temático. A Plaszów no va nadie a rememorar aquel horror. En sus dos entradas, un mismo cartel escrito en polaco y en inglés: «Estimado visitante: está entrando en el lugar donde se encontraba el campo de concentración nazi de Plaszów. Por favor, respeta la historia tan grave ocurrida en este sitio».
Nadie de quienes pasean parece saber dónde está. Posiblemente sí, pero no da esa sensación. Todo es quietud y se diría que bello. Cerca del final del camino están los terrenos donde dejaron rodar a Spielberg «La lista de Schindler» y, conservadas entre la maleza, las lápidas con nombres de prisioneros que realizaron los decoradores de la película por donde circulaba el coche de Amon Göth, a semejanza de las reales, que se ubicaban en la calle Jerozolimska, la que conduce a la antigua casa del comandante, y donde existía un cementerio judío.
Pero se diría que nadie recuerda lo ocurrido, aún no siendo así. Que nada sucedió allí. Y hoy, 80 años después, el principal pueblo que sufrió el holocausto practica impunemente el genocidio sobre otro pueblo. No lo digo yo, lo dice la Corte Internacional de Justicia de la ONU. La misma que, antes de la barbarie nazi, fue tan laxa y timorata que permitió que sucediera aquello y hoy parece dispuesta a repetir la historia mientras el embajador de Israel dice sin despeinarse que “la ONU es una de las armas de los nazis modernos”.
Hoy, 27 de enero, es el Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto que instauró las Naciones Unidas en 2006.