El 28 de diciembre de 1983, ya bien entrada la tarde, abrí mi regalo de Reyes Magos de aquellas navidades. Fue la única vez en mi vida que lo hice adelantándome a la tradicional fecha del 6 enero, que era muy respetada en mi casa. Pero mi padre se dio cuenta de mi obsesión cuando, durante las madrugadas de las primeras semanas de diciembre, yo enumeraba a gritos, profundamente dormido, los nombres de los juegos que, algunos meses antes, había descubierto en casa del primo de dos de mis mejores amigos. Sus padres le habían comprado un ZX Spectrum y el primer juego que nos enseñó fue el 'Manic Miner'.
“¡'Manic Miner'! ¡'Dictator'! ¡'Death Chase'!”, gritaba dando alaridos en mitad de la noche, con tan solo 14 años, como si estuviera poseído demoníacamente y una prueba de ello fuera hablar en lenguas desconocidas. El exorcismo consistió en ir a la tienda, el 28 de diciembre, y poner en mis manos aquella caja con la ansiada máquina y sus ocho juegos de regalo que incluía aquellas navidades. Aún recuerdo el olor que desprendió el corcho blanco cuando la abrí.
El ZX Spectrum 48 K cambió mis rutinas de chaval, mis hábitos y los de mis amigos más cercanos, tres adolescentes que terminamos cada uno con nuestros respectivos ordenadores para convertirlos en el epicentro de nuestras vidas durante los años posteriores, uniéndonos aún más, devorando revistas, aprendiendo Basic con manual en mano y sin existir internet ni fuentes que no fueran más que lo que llamábamos “método de ensayo y error”, dándole palizas a las teclas de los cassettes y quemando los televisores tanto como nuestros ojos para mayor desesperación de nuestras familias, a las que privábamos de algún que otro programa de televisión hasta que nos buscaron pantallas alternativas en tiempos que no era habitual tener más de un televisor en casa. Tampoco atendíamos horarios de comidas o cenas hasta que nos ‘disolvían’ (pacíficamente o casi), o meriendas, con las que eran más generosos y nos las traían a la mesa en la que había que dejar hueco a la bandeja con galletas y vasos de leche entre cintas de cassette desordenadas, hojas de publicaciones, libretas con apuntes de código máquina, algún joystick, un bote de alcohol y un destornillador. Literalmente.
Vivimos la época más bonita del ZX Spectrum. Entre 1983 y los años posteriores, cada aparición de aquellos juegos inmortales e inigualables generaba una ilusión continuadora de la nacida en la tarde del 28 de diciembre. Esas primeras y eternas cargas de las últimas creaciones de Psion, Ultimate, Imagine, Ocean, Elite, US Gold, Dinamic… se convertían en un ritual que transformaba nuestros ojos en platos, asombrados ante unos escenarios fruto de avances tecnológicos que hoy día, para algunos, son irrisorios e incluso ridículos. Pero por mucho que se empeñen ahora en mostrar su desdén (hay quien incluso vivió intensamente aquello y actualmente reniega) nadie nos quitará la gloria de haber disfrutado de aquellos programas que, con menos de 48K, nos trasladaban a mundos imaginarios en nuestra mente, a escenarios imposibles y sus creadores aprovechaban lo máximo que podían de una memoria tan exigua. Llegamos a conocer las entrañas de muchos de esos juegos, a destriparlos, a ponerles vidas infinitas, a cambiarles los colores de carga en las pantallas de presentación, a retocarlas en el ‘Artist’ para ponerles pomposamente el nombre de Sirius, como nos hacíamos llamar, para dejar nuestra impronta en los cambios que habíamos hecho, permaneciendo ajenos a la incipiente industria que se estaba ya montando alrededor del pirateo mucho más preocupante que nuestro mercadeo de andar por casa con algún que otro juego, cuya venta nos dio para pagarnos los paquetes de pipas que devorábamos los fines de semana camino de algún recreativo, en los que cambiábamos el ‘Pyjamarama’ por el ‘Frogger’ o el ‘Raid over Moscow’ por el ‘Amidar’.
Lo que yo quería decir es que hoy hace 40 años que está conmigo. Sigue a mi lado, funcionando. Como todo anciano, con alguna ‘operación’ para conservar la salud, en este caso solo una, la de la membrana interior bajo sus teclas de goma, destrozada en su día por el (ab)uso. Todo lo demás es original. Aquel 28 de diciembre de 1983 lo toqué por vez primera, lo acaricié como uno de los logros de mi vida. Hoy día ya no es un trofeo, sino un compañero fiel, porque sigue respondiéndome. Ya no es una simple máquina, porque lo que me ha ofrecido ha forjado mucho de mi vida. No es una reliquia, porque se siguen haciendo programas para él, aunque la magia no sea la misma. No me causa desazón nostálgica, porque soy consciente de que aquellos tiempos no volverán. Pero como dijo Lionel Hampton, “la gratitud se da cuando la memoria se almacena en el corazón y no en la mente”.
Feliz cumpleaños, querido. A por otros cuarenta más.