Resulta casi innecesario recordar la prestancia, la elegancia de Connery en cada uno de sus movimientos dentro y fuera de la pantalla. El cine está a falta de señores con el marchamo de aquellos Gary Cooper, Cary Grant y la sublime versatilidad en ejercicios actorales inalcanzables esgrimidos por Paul Newman o Marlon Brando. Por eso, cuando se nos marchan estrellas como Connery, no solo se nos va el actor en sí, sino también el halo de la celebridad intocable ganada a pulso. Eso también provoca una sobrevaloración de sus obras en algunos casos, y uno de los más llamativos es el de Connery. El personaje supera a su obra, y es justo hacer un ejercicio de contención para proporcionar en su medida los halagos al protagonista en cuestión.
No obstante, hay que admitir que Connery no necesitó títulos a decenas para corroborar su eficiencia ante la cámara y su magnetismo en pantalla. Pero no deja de provocar desasosiego que en estas últimas horas tras su óbito, la vista se quede corta en el tiempo, exactamente en todos esos años en los que, como dije al inicio, pienso que el actor se dedicó a mirar desde arriba el cine que venía. Incluso el Oscar le vino por una película coral en la que solamente resultaba imprescindible la dirección de De Palma. Otorgarle la estatuilla por su papel en 'Los intocables' es ese ejercicio de humillación cometido con grandes como Paul Newman, al que le concedieron el premio viniendo ya de vuelta y cuando 25 años antes ya había sido un sublime Eddie Felson.
Y es que, ¿qué más da participar en cosas infumables como 'La roca', 'La casa rusia', 'El primer caballero', 'Los vengadores' y todo un lote de títulos de vergüenza ajena si ya has sido el mejor Bond de la historia, el Robin Hood más entrañablemente crepuscular o el aventurero Daniel Dravot?