
domingo, 13 de abril de 2025
Diez bandas sonoras para películas de la Pasión

sábado, 12 de abril de 2025
Ted Kotcheff
viernes, 4 de abril de 2025
Val Kilmer
Ahora que nos ha dejado Val Kilmer, es hora de reivindicar la versión extendida de 120 minutos de «Top Secret». Seguramente los pedantes del mundo del cine (es decir, el 80% de la gente que rodea todo esto) hablarán mucho en estos días de «The Doors», «Kiss Kiss Bang Bang» o «Heat», pero yo veía a Val Kilmer y, a pesar de él mismo, no podía pensar en otro que no fuera Nick Rivers.
martes, 1 de abril de 2025
«Here», el regreso de Robert Zemeckis con Tom Hanks y la 'coincidencia' con «Las normas de la casa de la sidra»
El director y productor Robert Zemeckis deja a un lado el espíritu de grandes producciones que lo han llevado a convertirse en un cineasta mainstream («Regreso al futuro», «Forrest Gump», «Contact») para presentarnos en su última película, «Here», una colección de historias cotidianas que tienen un denominador común: todas suceden en una misma casa de estilo colonial americano, en el salón, donde sus residentes, a través de distintas generaciones desde que fuera construida, conviven, ríen, lloran e incluso se casan o mueren.
Un original sistema de apertura de ventanas en pantalla que conduce al espectador a las historias que se intercalan en el tiempo y algunas reflexiones que invitan a pensar sobre el 'carpe diem' son las principales características de un filme con momentos de reflexión solventes pero en general liviano, escasamente profundo y polémico técnicamente por el uso sin límites de la inteligencia artificial en especial para transformar en más jóvenes o envejecer a los actores, especialmente a Tom Hanks.
Pero hay otro aspecto en el que me detengo en el programa-vídeo de #UltimoEstreno recién subido a mi canal: su banda sonora, compuesta por Alan Silvestri, el músico de cabecera de Zemeckis, una obra que algunos especialistas en música cinematográfica comparan con «Forrest Gump»... pero cuyo tema principal al inicio, y que relaciona al espectador con la casa, está claramente inspirado en el que hace ya nada menos que 26 años compusiera la británica Rachel Portman para «Las normas de la casa de la sidra». Parece que muchos no recuerdan aquella BSO de Portman, pero estuvo nominada a los Oscar.
«Here», que ha costado 'nada más' que 45 millones de dólares y ha recaudado apenas quince, está aún en algunos cines y en plataformas como Amazon Prime o Movistar en alquiler.
miércoles, 26 de marzo de 2025
«El odio»
Hace poco comencé a leer «Yo, comandante de Auschwitz». Se trata del libro que compendia los textos que Rudolf Höss, máxima autoridad del campo de exterminio nazi, escribió en la cárcel mientras aguardaba la sentencia que lo condenó a la horca en el mismo lugar donde permitió las atrocidades más ominosas que haya podido sufrir el ser humano.
El libro fue reeditado en 2022 por Arzalia E. La primera vez que se publicó fue en 1959, y desde entonces ha tenido numerosas ediciones en el mundo y varias en España de firmas tan importantes como Ediciones B. No es hasta bien entrada la lectura del libro cuando el lector encuentra lo que realmente busca. Es mi primer juicio de valor plasmado en este texto. Dado el carácter autobiográfico de la obra de Höss, su exposición a lo largo de un buen número de páginas desde su inicio solo sirve para ubicar los orígenes del personaje y conocer muchos de sus devaneos, una gran parte de ellos prototipo del joven alemán imbuido del espíritu bélico de las primeras décadas del siglo XX, en un contexto que hoy nos resulta incomprensible. Cuando a partir del Anexo I comienzan a revelarse los detalles de la «solución final del problema judío en Auschwitz» como así se titula el capítulo, el libro se transforma en un vehículo de horror, de muy difícil ingesta. Se trata del testimonio, en primera persona, de un ser abyecto que cuenta con todo lujo de detalles las decisiones que se van adoptando para borrar del mapa cualquier vestigio de la raza judía sobre la tierra. «Eichmann me explicó que se emplearía el método del gas letal. Sería prácticamente imposible eliminar a las multitudes esperadas por fusilamiento. Si se tenía en cuenta la cantidad de mujeres y niños, este método sería demasiado pesado para los SS que lo aplicaran». Con esta pasmosa frialdad, Höss da inicio a una sucesión de monstruosidades solo aptas para el lector preparado.
La polémica sobre la publicación de «El odio», el libro en el que Luisgé Martín profundiza en la mente de José Bretón como asesino de sus dos hijos, me ha trasladado directamente a «Yo, comandante de Auschwitz». Obviamente no he/hemos leído el libro de Anagrama, pero ambos coinciden conceptualmente en su génesis si atendemos el razonamiento que Luisgé Martín está haciendo valer en estas semanas de exposición de motivos de su nueva obra. «A menudo se dice que el amor, el poder y el dinero —en ese o en otro orden— mueven el mundo. Pero yo me inclino a pensar que es más frecuentemente el odio quien lo hace. Es el que exige menos constancia, el que puede cambiar el rumbo de la vida con un solo acto».
El odio a los judíos. El odio a su mujer. Höss y Bretón son dos caras de una misma moneda cuyos dispares contextos no son sino la justificación para que aflore la vileza humana. Incluso en ambos casos se dan macabras coincidencias metodológicas, como el uso de la cremación para borrar lo perpetrado.
Me pregunto si la inclusión del prólogo de Primo Levy en «Yo, comandante de Auschwitz» se utilizó en su momento para equilibrar y justificar la publicación de la obra de un hombre diabólico. Levy, superviviente del holocausto, preludia un contenido que se viene difundiendo sin cortapisa alguna desde hace más de sesenta años a pesar de su crudeza, sin obstáculos en nombre de la ética sino más bien al contrario, incorporándole a su valor testimonial de primera línea la condición que poseen los libros ejemplarizantes que evitan que la especie humana pierda la memoria que ayude a mantenerla en el camino de la ética que debe regir sus comportamientos. Me resulta impensable que las barbaridades de Höss se hubieran quedado en los cajones de miles de documentos judiciales como prueba irrefutable de las atrocidades cometidas excusándose en la analogía entre publicar y hacer apología del crimen más allá de emplear otros argumentos poco sostenibles como la crudeza de lo narrado.
Es posible que Luisgé Martín haya equivocado la metodología para gestar «El odio», especialmente en lo concerniente a obviar a Ruth Ortiz a la hora de ir de la mano –o al menos darle conocimiento- de su propósito de exponer las conclusiones de más de tres años en la mente del asesino. Quizá lo haya hecho sabiendo que la exmujer de Bretón jamás consentiría la publicación del libro, por lo que el escritor se ha decantado por ningunearla y emprender una huida hacia adelante esperando salir victorioso del impacto que, como estamos viendo, supone obviar una parte esencial en lo ocurrido. La pregunta es hasta qué punto la actitud del escritor es suficientemente grave como para impedir la publicación de su obra o si realmente es un formalismo erróneamente no llevado a cabo, un gesto indecoroso pero nunca inmoral. Si «El odio» va a ser una obra incompleta como ya se está calificando al no contar con los testimonios de la madre de los niños asesinados, cabe preguntarse también si ello no debe formar parte de la valoración de su lectura en lugar de utilizarse como motivo para prohibir su difusión, si es el lector el que debe considerar que la obra adolece de contenido. Pero para ello, lógicamente, debe tener opción (y derecho) a su lectura. Al utilizar este argumentario en contra del libro, estamos también obviando la posibilidad de que Luisgé Martín haya concebido un sicoanálisis literario centrado exclusivamente en el elemento perturbador para conocer en profundidad el origen más recóndito del odio encarnado por Bretón. Incluso puede que como lector no nos interesen los testimonios de terceros a semejanza de un texto documentalístico, expositor de unos hechos que ya hemos visto por activa y pasiva, sino el complejo, desasosegador y peligroso camino que nos enfrenta cara a cara a un solo individuo. Al odio personificado. En este caso, ni siquiera en primera persona, como ocurría con Rudolf Höss, lo que hubiera dotado de razones de mayor peso a los partidarios de impedir la distribución del libro al contemplarse la posibilidad de entenderse desde un intento de expiación del criminal hasta la apología de sus execrables actos. Pero recordemos que no está escrito por Bretón, como tampoco los contenidos de los libros se difunden por nuestros hogares como programas basura gratuitos para el espectador y de fácil acceso a través de la televisión. Quien no quiere leer un libro, no solo no lo lee, sino que previamente no acude a la librería en lugar del sofá frente al televisor, no gasta dinero en él ni emplea semanas o meses en leerlo.
Lo que resulta obvio es que la decisión de permitir publicar o censurar (es la palabra adecuada, sin paños calientes) «El odio» de Luisgé Martín va a convertirse en un precedente de gran relevancia para la libertad de expresión en este país, en tiempos oscuros para la ética pero aún de mayor fragilidad para las libertades. No olvidemos que la ética nace de una decisión personal que no puede ser impuesta por nadie y la libertad es el principal valor para mantener una sociedad igualitaria y justa.
sábado, 22 de marzo de 2025
«Adolescencia» y porqué las series no son lo mismo que el cine
Me he llevado cuatro horas sentado frente a una pantalla para ver una serie de la que todo el mundo habla. Quien me conoce en mis tareas relacionadas con el cine sabe de mi negativa a vivir a expensas de capítulos estratégicamente realizados para mantener el interés del espectador.
Yo no veo series. Con la excepción de una o dos a lo largo de tantos años, no he hablado de ellas. Es probable que me acusen de pedantería, pero soy un firme defensor de la idea de que, mientras tenga pendiente de visionar decenas de películas de maestros del cine, no puedo ‘perder el tiempo’ en productos realmente distintos al formato cinematográfico. Entiendo el consumo televisivo diario de millones de hogares que buscan el entretenimiento entre tanto hastío cotidiano que hoy nos apabulla. El espectador quiere escapar mientras gente amargada como yo predicamos en el desierto sobre las diferencias entre espacio-tiempo de una serie con respecto a una película, las formas de rodar y contar o cómo un compositor no puede escribir una banda sonora para algo que dura una hora y media igual que para una decena de capítulos que pueden sumar miles de minutos y contener distintas tramas en espacios temporales sumamente prolongados para estirar el chicle del enganche catódico.
Decía que había empleado cuatro horas para visionar una serie. El éxito es tal que a veces debes subirte al carro para seguir la corriente o te quedas comentando el hallazgo de «La gota escarlata», una de las joyas perdidas de John Ford descubierta en Chile un siglo después de haberse rodado, y terminan leyéndote tres centenares de frikis en peligro de extinción. Personalmente no me preocupan los números ni los likes en redes sociales. Ufanos de gloria y envidiosos los hay a pares y los he tenido cerca. Si fuera así no hablaría de cine en vídeos de 30 minutos de duración como media y pondría ojitos con imágenes filtradas saliendo de la ducha, eso sí, recortando el bidet de la foto. Pero tampoco uno vive del aire, de modo que me he dejado llevar por «Adolescencia», disponible en Netflix. La serie trata sobre el asesinato cometido por un chaval de 13 años sobre una compañera de escuela. La detención de un niño como espectáculo policial, las dudas sobre la autoría, el impacto que produce en la familia y su entorno, las actitudes de los jóvenes en la actualidad respecto a un suceso de tal gravedad o la introducción del espectador en la cabeza de un asesino prematuro gracias al personaje de una psicóloga son ingredientes más que sustanciosos y sólidos como para realizar un producto de éxito.
A «Adolescencia» hay que reconocerle su ordenado desarrollo de la acción. Sus cuatro capítulos están pulcramente compartimentados sinópticamente. El primero se centra en la detención policial, tan barroca para el espectador como rutinaria para sus protagonistas. El segundo es como «La clase», la estupenda película de Laurent Cantet pero con policía en lugar de profesor. El tercero, el más interesante, no da lugar a otro asunto que no sea el tour de force entre la psicóloga Briony Ariston y el joven Jamie, interpretado extraordinariamente por Owen Cooper (este chico debe hacer cine de verdad YA) y el cuarto resuelve la serie con la dureza y el desasosiego de una familia destrozada por lo sucedido, sin llegar a entender qué ha fallado en la educación dada a Jamie para que de su seno salga un asesino. Un capítulo descorazonador, el de mayor carga reflexiva –para mí más incluso que el tercero- con secuencias sublimes, desde el padre lanzando la pintura a su furgoneta para ocultar la pintada que le hicieron a los planos finales con el peluche en la cama de su hijo.
La serie funciona, pero aunque no me crean, yo no he venido aquí a hablar de mi libro, es decir, a hablar de «Adolescencia», sino a corroborar mi frustración con el formato. Este drama áspero y sociológico hubiera sido una magistral película si se hubiera concebido como tal. De esta manera, se hubiera despojado del mal endémico que poseen las series, obligadas por el propio formato en sí y las estrategias comerciales. Son cuatro horas de secuencias innecesariamente prolongadas en el tiempo, imposibles de disimular a pesar de momentos climácicos y que, como toda serie que se precie, solo sirven para mantener enganchados a cuantos espectadores mejor para Netflix (con Brad Pitt como productor ejecutivo en el caso que nos ocupa), consciente de que quien visiona cada hora de capítulo está sentado en su casa y va a ir a mear, mandar whatsapps o a pillar gominolas justo en esos estratégicos momentos inanes de la serie. Hasta en eso «Adolescencia» tiene estupendamente marcados los tiempos muertos que, como digo, son santo y seña de las series televisivas. La peculiar manera de haberse rodado los cuatro capítulos, con planos secuencias tan prolongados que apenas hay varios en cada uno de ellos, no dinamizan el ritmo sino precisamente todo lo contrario, al subjetivar la vista del espectador con una sola opción.
Ejemplos hay bastantes: la redada policial del inicio es eterna. La puesta en escena del alumnado en el segundo capítulo, especialmente la secuencia en el patio y el prototipo de amiga de la víctima, es cansina. Hay momentos vacíos y repetidos en el interrogatorio de la psicóloga en la tercera parte, y el viaje al comercio para comprar la pintura de la familia de Jamie en el capítulo cuarto (¡siete minutos de un solo plano en un vehículo!) y la banalidad de la conversación se hacen desesperantes. No sucede así en el viaje de regreso…
Todas estas circunstancias lastran «Adolescencia» por la sencilla razón de que son consustanciales al espíritu de las series. De modo que, una vez vista y confirmando mi teoría, vuelvo a mi cueva con la esperanza de que Jaime Córdova encuentre otra película perdida de Ford en algún almacén al otro lado del charco o apuntando en el Google Calendar la fecha de renovación de Filmin con su maravillosa oferta de tanto clásico que no podré ver por mil vidas que me concediera Dios o el genio de la lámpara.
martes, 18 de marzo de 2025
Citas ineludibles con el cine y su música en Sevilla y Tenerife en apenas varias semanas
Así que yo estoy muy feliz de que en apenas varias semanas esto sea una extraordinaria locura aunque coincidan prácticamente en el tiempo. En Sevilla tenemos dos interesantes opciones gracias a las I Jornadas de Historia y Cine el 27, 28 de marzo, 3 y 4 de abril y el III Seminario de Historia y Teoría de la Música de Cine los días 7, 8 y 9 de abril. En el primero se analizarán joyas como Ben-Hur, Espartaco o la catedral gótica de Notre-Dame a través de la estupenda película de Disney de 1996, disertación que correrá a cargo de Lucía Pérez García que abordará la música de Morricone para «La misión» una semana después. Y en el Seminario del 7 al 9 de abril también hay que estar para escuchar las aportaciones de amigos como Conrado Xalabarder o Andrés Valverde, entre otros.