El cine experimentó
en 2019 el fenómeno de la irrupción de Parásitos.
El cineasta surcoreano Bong Joon-ho presentaba una película con dos atrayentes
características para el público: el contenido social evidenciado en la
diferencia de clases que siempre vende en pantalla y el manierismo oriental en
la forma de mostrarlo y especialmente en resolver una solvente aunque efectista
cinta avalada por dos de los premios más mediáticos que existen en la industria
cinematográfica: la Palma de Oro de Cannes —era además la primera película
surcoreana que obtenía esta distinción— y el Oscar de Hollywood. Curiosamente, Parásitos vence la batalla del año a Érase una vez en… Hollywood, la película
de Quentin Tarantino, cuando en determinados momentos bastante identificables
parece que el director de Kill Bill
es quien se encuentra tras la cámara del filme surcoreano, aunque justo es
decir que Tarantino suele beber de las fuentes formales del cine oriental en
una buena parte de su filmografía.
El hecho es que
los ríos de tinta y los debates coparon periódicos, televisiones y radios, así
como redes sociales, con las andanzas y las folletinescas y teatrales
usurpaciones de los miembros de la familia Kim.
Quienes se entusiasmaron
con el guión de Parásitos tienen que
apuntar en su agenda dos películas fundamentales en el caso de que no las hayan
visto: La criada (1960), de Kim Ki-young,
coreano para más señas, y El sirviente
(1963), de Joseph Losey. Ambas nos cuentan la aparición de personas que, en su
condición de mayordomos o cuidadores, invaden el espacio de sus señores hasta
el punto de arruinarles la vida. Como podrá comprobarse, nada nuevo bajo el sol
o, en este caso, delante del objetivo.
El 19 de marzo
de 1963 se estrenaba El sirviente. Losey
había abandonado Estados Unidos, perseguido por comunista, y se asentó en Reino
Unido donde encontró a su actor-fetiche, Dick Bogarde, que se puso a sus
órdenes para rodar esta turbadora película en la que Losey demuestra una
asombrosa capacidad para convertir su cámara en nuestros ojos y desfigurar
estéticamente lo que observamos con el fin de contribuir a la degradación de
los personajes del filme.
El sirviente roza la calificación de obra maestra, y
su banda sonora contribuye a ello. Está compuesta por John Dankworth, un autor enmarcado en el género del jazz que no sólo
trabajó para el cine y cuyo género también marcó la mayoría de sus partituras
para la pantalla. A pesar de la aspereza y claustrofobia que, en ocasiones,
rezuma El sirviente —como debe ser—,
el jazz siempre marca el estilo de su música.
En el vídeo disfrutamos
de una semblanza de la música de la película de Losey. Se trata de una banda
sonora que, como en muchos casos entonces, no sólo acompañaba a las imágenes
apoyando o describiendo lo que sucede ante nosotros, sino también conformada
por temas que se ubican en el inicio de secuencias en las que se dividen etapas
de momento-tiempo distintos en el filme.
Comenzamos por
los créditos, con el elegante tema principal iniciado con cuatro notas que, aun
pareciendo que acompaña a unas imágenes apacibles, no deja de sugerir cierta
inquietud. Aún lo escuchamos con tranquilidad... Una sensación que desaparece
en la segunda secuencia que enlazo, donde encontramos al mayordomo Barrett
sentado en la cocina. Ya ha logrado ser contratado, engañar al pijo, decorarle
su nueva casa y en la cocina, sin ser visto, adopta actitudes desdeñables. Al
escuchar el tema que suena, es el mismo que el principal... pero John Dankworth
le ha cambiado el tono, una nota y ya no suena apacible, sino intrigante. ¡Está
describiendo al sujeto que tenemos en pantalla! Aparece el señor y la música
sigue desempeñando su papel...
Joseph Losey
hizo también mucho teatro, precisamente en la siguiente secuencia se aprecian
las influencias escénicas. Los apuestos Tony y Susan van a visitar a otra
pareja en su mansión y fíjense, tras el barrido del paisaje, la manera de
entrar del mayordomo y la disposición de los personajes. Al espectador le
invade la plena sensación de que se acaba de abrir el telón. La música es tan
teatral como precisamente la de La huella,
de la que hablábamos en capítulos anteriores, en la que no faltan toques de
«alta sociedad».
Los pies, los grifos,
el péndulo del reloj..., son elementos simbólicos de El sirviente. La siguiente secuencia es inconmensurable. Se trata
de la estrategia de Vera para conquistar al señor. Primero, Losey y Dankworth
no utilizan música. ¡Una constante gota de agua cayendo vale para tensar al
espectador! Ya se encargará el score
de dar calor cuando en el espejo veamos que Tony ha sucumbido a las faldas
cortas de Vera.
Como apunte
anecdótico: John Dankworth se casó con Cleo Laine, que es quien canta la
canción de la siguiente y tórrida secuencia en un glorioso blanco y negro. También
está compuesta por él.
La degradación
en esa casa llega a tal extremo que mayordomo y señor juegan al escondite. La
música, turbadora, contribuye a ese clima. ¡Y la secuencia termina con un grifo
y las gotas de agua!
No podemos
obviar otro elemento cinematográfico francamente extraordinario de El sirviente como es la fotografía, de
Douglas Slocombe. Las secuencias seleccionadas en el vídeo relativas a la
música también son perfectamente válidas para justificar el extraordinario
trabajo de quien fuera el director de fotografía de películas tan icónicas como
El león en invierno o las tres
primeras de la saga de Indiana Jones (En
busca del arca perdida (1981), Indiana Jones y el templo maldito (1984)
e Indiana Jones y la última cruzada
(1989), cesando entonces su actividad por sus crecientes problemas de visión.
Douglas Slocombe falleció en 2016, con nada menos que 103 años, y ganó el BAFTA
a mejor fotografía por El sirviente
en 1964.