Esta próxima madrugada son los Oscar. Llegan sin esperarlos, como si no los hubieran anunciado. Como si fueran algo perteneciente a un ámbito ajeno a mí. Al menos esa sensación es la que tengo, la misma que en las ediciones anteriores.
Cuando en la radio y durante años dirigí programas especiales dedicados a los Oscar emitiéndolos en directo y siendo entrevistados colaboradores como Benito Zambrano, Carlos Pumares o Ricardo Gil había PELÍCULAS con mayúsculas que aspiraban a los premios. Hace, por ejemplo, justamente 30 años, entre las nominadas en apartados importantes estaban 'Sin perdón', 'Regreso a Howards End' o el Drácula de Coppola. Un año después, en 1994, era orgásmico hablar durante ocho horas de programa ininterrumpido de nominadas como 'La lista de Schindler', 'Lo que queda del día' o 'En el nombre del padre'. Y si ya nos vamos atrás, mucho antes de que #UltimoEstreno existiera porque yo solo tenía cuatro años -en 1973, hace justo medio siglo-, entre las películas que aspiraban a los Oscar estaban 'El padrino', 'La huella' o 'Cabaret'.
Esta noche no hay ni una sola candidata a los premios más importantes que le llegue a la suela de los zapatos a estas obras maestras. Yo debí hacer nacido hace mucho más tiempo, porque me imagino ante un micrófono, discutiendo conmigo mismo, sobre las puñeteras y perfectas obras maestras que son 'El padrino' y 'La huella'. Sobre Nino Rota y John Addison. Esta noche tendría que entusiasmarme con bandas sonoras mediocres que, tras sufrirlas en sus respectivas películas, se me olvidan al día siguiente. Y de mi cabeza, desde el primer día, jamás se han ido las notas del inicio de 'El padrino' ni el pirueteo teatral de las corcheas con las que se nos presentaba el retorcido juego de 'La huella'.
Cuando ver las películas nominadas a los Oscar se convierte en una obligación más allá del trabajo, quiero decir en un sacrificio sin ilusión por ellas, algo muy grave falla en ellas. O en mí, lo admito. Decía Pumares en una entrevista, hace varios años, que ir al cine se había convertido en un auténtico coñazo. Quizá lleve razón pero no queremos admitirlo.