En varias de esas cajas aún se podía leer, adivinando entre celofanes apelmazados de año en año, la marca comercial de las viandas o bebidas que en su día se encontraron en su interior: vinos de Sandeman, algún surtido de pasteles de gloria de mazapanes Corroto que comprábamos a las hermanas “señoritas de Matute” en una visita ritual y obligada cada diciembre, juguetes relucientes que extraí de ellas ante mis perplejos ojos y que el tiempo y el manoseo infantil les habían restado ya brillo e interés...
En esas cajas que yo tenía que abrir con delicadeza semanas antes de la Navidad y casi con mayor ansia que las de la madrugada del seis de enero ya no había botellas, dulces, ni el lote de Magia Borrás con cuya varita creía que podía realmente cambiar las cosas que no me gustaban, ni el superbólido de Rico, ni vagones de Electrotren. Ante la paternal mirada vigilante que contrarrestaba tanta torpeza fruto de mi impaciencia, suprimía el precinto colocado once meses antes para encontrarme, en el interior de ellas, desordenados montones de virutas entre los que rebuscar con mis manos como la travesura cometida cuando el pequeño de la casa deforma con el dedo el rosco de reyes porque ha visto una oquedad sospechosa entre la nata tras repartirse los primeros trozos del dulce, buscando una bolsita que parece contener una diminuta figurilla de un Rey Mago. Con mis manos pescaba entre los rizos entrelazados de tantos hilillos de madera y me detenía cuando palpaba pequeños paquetes. Los extraía con sumo cuidado entre reiteradas advertencias y, nada más tenerlos ante mis ojos y a pesar de estar envueltos en papeles de seda para protegerlos, ya adivinaba el contenido. "Esta es la mula... Y este es el pastor que tira del burro", musitaba casi imperceptiblemente. Comenzaba entonces el verdadero ritual.
En una solapa de las cajas se leía, a rotulador, el supuesto contenido: "Pastora con niño. Pastor con tinaja. Buey. Pozo. Leñador...". Nunca había que confiar en ello, las leyendas podían ser de años anteriores y las figuras no siembre iban en las mismas cajas. Algunas había que sustituirlas porque el cartón se deterioraba, otras parecían haber encogido en un año. Era, de todas maneras, la inconfundible letra de mi padre, preludio del contenido que ambos comenzábamos a desembalar con paciencia y a comprobar si en el corto traslado o en el desempolvo, alguna manita, alguna peana, habían sufrido desperfectos.
Aquellas figuras que mi padre colocaba ordenadamente en una estantería antes de seleccionar las que en pocos días serían las protagonistas del Belén de cada año, forman parte ahora de mi patrimonio personal. Algunas tienen mi edad y aún se adivina el precio de la de San José, algo más cara que las otras por su capa de pátina. Aquellos pastores andantes con cabeza gacha para seguir el camino hacia el portal sin perder comba; aquella mujer que curiosea observando hacia la derecha la estampa del pesebre mientras posa su mano sobre un niño que mira inocentemente al espectador; el hombro desnudo del adorante con barba cana y túnico morado; el majestuoso camello de Baltasar; el escorzado y azabachado caballo de Gaspar; la espigada pastora con su velo que perdió hace años su cántaro de barro, sustituido hace ya no sé cuántos años por ramitas de pino...
Todas conforman mi estampa imborrable de mis más de ya cincuenta navidades, de cada una de ellas, con sus cambios y balances, con sus sonrisas y sus desvelos, sus recuerdos y esperanzas. Todas me contemplan cada diciembre mientras lustro con mimo los recovecos de sus ropajes de pasta madera. Y una indefectible y emotiva sensación me viene a la memoria y a los sentidos cada vez que las coloco en mi Nacimiento: la que experimentaba al desprecintar cada año, junto a mi padre, aquellas cajas que me causaban tanta ilusión cuando era un niño.
Os deseo una felicísima Navidad.