El jueves volví a encontrarme con la serie 'Cuéntame'. Joaquín Oristrell, que sabe sobradamente de esto de escribir historias, ha resuelto el agotamiento guionístico de los Alcántara actualizando sus andanzas, jugando con el calendario y trasladando al espectador en el tiempo, de 1992 a 2020 y viceversa. Suele ser un recurso habitual en el cine y en la televisión y Bernardeau, Oristrell y compañía han sido inteligentes. Conviene apostillar que esto de manejar al antojo el espacio-tiempo es más complicado de lo que pueda aparecer y raras veces funciona como un reloj en pantalla, nunca mejor dicho. Tendremos que esperar varias semanas más para ver cómo evoluciona una serie emblemática de la televisión de este país, capaz de lo mejor, como aquellas primeras temporadas a pesar del histrionismo actoral o la del cáncer de Merche, y de lo peor, como los devaneos de Carlos con los ochenta más sucios o el fuera de tono de la resolución de la bodega de Cruz de Sagrillas, con el nada creíble rapto de Merche (!) por parte de Mauro.
Pero mi intención no era analizar 'Cuéntame', sino detenerme en los primeros minutos del capítulo de inicio de esta temporada y la reciente realidad que nos muestra. La serie nos recordó con sus realistas imágenes que hace tan solo unos meses estábamos aplaudiendo a nuestros sanitarios, a los cuerpos de seguridad, a nuestros enfermos, a los sones de "Volveremos..." mientras nuestros ojos vidriosos mostraban la incertidumbre del desconocimiento, del miedo, como jamás lo habían hecho, en una sociedad acostumbrada a vivir sin conflictos globales más allá de los de siempre, que nos acompañan habitualmente pero no nos deja muertos en camillas por los pasillos de los hospitales, nuestros mayores incomunicados pendientes del hilo que, cuando se ha roto, los envió a un lugar a donde ni siquiera se pudieron llevar nuestra última caricia sobre las pieles apergaminadas, nuestro rezo compartido y consolado.
Digo que 'Cuéntame' nos muestra algo que no sucedió en la cotidianidad de la serie, que es la de tantas décadas lejanas atrás, sino la de anteayer, la de ayer mismo si cabe, de un aciago año que apenas anoche dejamos. Por eso siento una desazón y una tristeza inconmensurable que desembocan en una pregunta machacona y retórica: ¿En qué momento hemos olvidado esos aplausos y la situación que los provocó? ¿Cuándo nos descreímos del concepto, inédito y gravísimo, de pandemia, para volver a vivir como si nada estuviera sucediendo?
El ser humano es frágil en la inmensidad pero a la vez un superviviente a la hostilidad, un ente que lucha por vivir como premisa incondicional para más tarde ansiar el estado del bienestar construido a base de bienestares individuales. Por eso son comprensibles los deseos de volver a lo que más asimilamos a la felicidad, que es la rutina prepandémica, con sus logros, sus frustraciones, sus risas y sus llantos. Trato de encontrar el momento concreto en el que esos deseos se han convertido en ansias desmedidas, el día en el que nos olvidamos de las palabras de Nietzsche: "Los sentidos engañan, la razón corrige errores".
Sea cuando fuere, hemos llegado a este punto en el que nos encontramos, peor que el de partida, en el que en ocasiones la rabia me lleva a un iracundo concepto reduccionista. "Ahora a joderos, a jodernos, que habéis sido unos irresponsables". La situación es mucho más compleja que lo que provoca el exabrupto, pero cuando me calmo no me puedo olvidar de que, efectivamente, la razón solventa nuestras faltas tanto como la sinrazón las causa.
Y no, no había razón alguna para, olvidando lo que significa una pandemia, fomentar la movilidad, promover concentraciones, transformar acontecimientos y fiestas locales en catetadas de pequeño formato. No necesitábamos calles repletas de gente bebiendo y cantando "el resultado nos da igual". No eran necesarias las multitudinarias visitas a un edificio público para ver a Papá Noel en pantalla. ¿A qué grado de terraplanismo hemos llegado para pelearnos por pedir una cita para mirar un plasma?
Lo siento, pero no era necesario un calendario de adviento, luterano y tirolés, para invitar a concentrar a la gente en un punto concreto. Fue un riesgo de extrema irresponsabidad -de la estética hablamos otro día, pero ahora es asunto muy secundario- habilitar muñecos gigantes en la entrada de un edificio público en cuyas peanas se han sentado, han tocado miles de personas para fotografiarse y después subir el momento a Facebook.
En aras de sostener una economía cogida con pinzas como es la de este país y más alla la de una zona como la de la Bahía de Cádiz -no digamos ya San Fernando- se ha dado rienda suelta a iniciativas pésimamente controladas, a desmanes en centros comerciales que podían haberse evitado con un control exhaustivo, a actos culturetas, que no culturales, sin supervisión de nombres en sus accesos, a bares que no han respetado las normas ante la pasividad de los gobernantes municipales. Alcaldes que se van de copas navideñas con los suyos, poniendo así el capote para el embiste a la prensa que está de cuernos con él. Alcaldesas escondidas ante una ciudad que se va pareciendo a Raccon City en los datos de 'devorados' por el virus. Un gobierno central cobardica que mira hacia el lado de las autonomías para adoptar medidas y presidentes de un país desordenado y caótico que pretenden arreglar una pandemia, nada más y nada menos, no vendiendo alcohol durante dos horas o encerrándonos por la noche.
Que esta tibieza terminaría en desastre tras las navidades era algo previsible. Tanto como que había que usar mascarilla desde el primer día, que debió ser antes del 11 de marzo, pero su uso solo fue obligatorio a partir de finales de mayo. Salíamos a comprar, a trabajar -muchos más de los que creíamos- y a zafarnos del confinamiento (me asombraba la capacidad de algunos vecinos para hacer lo que les venía en gana)- mientras nuestras conductos respiratorios seguían al aire. En todo esto volvimos a la calle y nos permitieron ir a los aeropuertos, a los concursos de televisión, a viajar de aquí a acá, a entrar en casas ajenas y hacernos creer el extremo contrario: que por llevar una mascarilla ya estábamos salvados de cualquier cosa. ¡Ay!
Vivimos en una España cainita en la que buscamos culpables sin mirar al espejo. Los políticos, sin poner los cojones necesarios para así continuar conservando votos, y nosotros, que nos escandalizamos de lo que vemos en el televisor pero tomamos café en casa del vecino con ocho reunidos, toqueteamos todo en los centros comerciales y "vivimos, porque si no, qué hacemos".
Leo la prensa y dice que en mi ciudad se ha alcanzado la tasa de 502,2 de contagios, que se preparan rutas gastronómicas para 2021, eventos deportivos "de primer orden" y hasta un concurso de cuplés de Carnaval para premiar al más gracioso con una letra sobre el Covid-19. No de pasodobles, sino de cuplés. Dinero para el chistoso de turno sobre abuelos y padres muertos sin saber el porqué. No es mi piel fina, es el repugnante mal gusto de algunos. La oposición política, más callada que en misa de ocho durante meses en este sentido para no enfrentarse a los "sectores productivos", pide responsabilidades sobre los contagios. Ahora con exigencias. Oposición de mangas verdes, de dirigentes que mandan en otras administraciones y deambulan de aquí para allá, con su séquito, inaugurando actos desde Huelva a Almería, cuya presencia es innecesaria pero donde las fotos son la prioridad. Las puñeteras y malditas fotos...
Regreso del desasosiego, cambio de tercio para volver a mi libro inacabado del cine y su música pero no puedo quitarme de la cabeza la pregunta sin respuesta. ¿Cuándo nos olvidamos de aquellos aplausos?