Rodar una película como 'Érase una vez en Hollywood' debe haber sido una tarea francamente complicada. No por sus características técnicas, porque Tarantino se maneja como pez en el agua con una cámara. Lo que resulta difícil es condensar tanta información al espectador en casi tres horas de metraje. Tarantino se ha atracado de cine -se respira en cada poro del filme su amor por él-, lo ha hecho sin mesura y ahora traslada a los estómagos de los espectadores esa pesadez -sin ser peyorativo- que provocan las indigestiones desordenadas. Y cada aparato digestivo recibe la comida como puede, claro está.
'Érase una vez en Hollywood es un compendio apabullado de motivos centrales del filme como sus personajes, las situaciones, los hechos que se suceden… y un preciosismo exagerado y hedonista de Tarantino con los elementos secundarios: escenarios, cartelería, carreteras, personas que deambulan por calles, por fiestas, por el Hollywood anárquico de la época…
Tarantino quiere condensar en 160 minutos mucha información, muchas cosas. Algunas las alarga demasiado, como los planos-secuencia desde los pies y piernas de los actores o los recorridos en coche. Le sobran kilómetros explícitos a la película. O momentos de Di Caprio en su papel de villano en películas italoamaneradas del oeste. Son cosas que lastran el vuelo de un filme que engarza lo que ocurre como si Tarantino fuera el alumno más aventajado de Martin Scorsese revisionando ‘Casino’, por poner el ejemplo más diáfano, pero sin la maestría del director de ‘El lobo de Wall Street’.
Al espectador le cuesta trabajo entrar en las vidas cruzadas de los dos protagonistas porque cada uno de ellos tiene el suficiente peso como para protagonizar una película por sí solos. Di Caprio encarna a un Rick Dalton que, pese a su edad, se siente en el ocaso de su carrera y relegado a subproductos. La búsqueda gradual de su valía a través de estos spaguettis sobrevalorados, a pesar de lo paradójico que pueda ser, aporta un enjundioso drama al filme con momentos de gran talento como el primer encuentro entre Dalton y la niña previo al rodaje. Y especialmente brillante y –ahora sí- de alto voltaje tarantinesco es su redención, su puerta grande al estrellato, gracias al, por fin, contacto con una vecindad que deja un final de filme abierto aunque conozcamos cómo acabará una historia que puso la puntilla a un Hollywood clásico herido de muerte, con una Sharon Tate tratada personalmente en la película con bastante desdén y que denota que a Tarantino solo le ha interesado como macguffin a lo largo del filme. De hecho, aun desconozco si su secuencia como espectadora en el cine autovisionándose en ‘The Wrecking Crew’ es empleada para empatizar con el espectador o apuntillar a un personaje carente de identidad (feminismos fuera de la reflexión, por favor).
Y después está el caso de un inconmensurable Bratt Pitt que, dentro de ese complicado reto que, insisto, ha sido rodar esta película, podía haberle ganado la partida a Di Caprio –entiéndase a sus respectivos personajes- descompensando el filme o convirtiéndolo en un tour de force entre ambos del que Tarantino saldría malparado. Pero no ha sido así. El director ha sabido equilibrar, ha sabido paralelizar y, de manera admirable, la historia de Cliff Booth. Quizá, mejor dicho, moderar la poderosa historia de un solitario ante el peligro que fue homicida, es matón, incorregible –la secuencia con Bruce Lee anima el filme en uno de los momentos que más anda en la cuerda floja- y sobre todo es un vaquero que tiene su propia película cuando visita el rancho Spahn: el forastero mal recibido en el pueblo que irremediablemente terminará con violencia. Admirable Tarantino que nos sitúa en dos rodajes en un mismo tiempo, centrado en pantalla en lo que le sucede a Cliff Booth –nombre con cuya sonoridad el director homenajea a un grande del western como Eastwood- mientras como espectadores sabemos que Dalton sigue buscando su estrella en rodajes entre revólveres baratos.
Como en el cine de Tarantino nada es lo que parece, prepárense para un final en donde el cineasta aparece tal y como lo conocemos, abandona su tufo a Scorsese espolvoreado por pizcas de Robert Altman y se nos muestra tanto estética como filosóficamente como lo que es: una bomba de relojería contenida durante más de dos horas en las que da rienda suelta a su amor al cine hasta que explota para hacer el suyo. Y hacer eso hoy día, en una industria tan escasa de intelecto, es todo un logro y un ejemplo de talento.
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