Soy tan egoísta con Él que no hubiera dado la más mínima
concesión a la duda, al debate. Sé que eso no estaría bien, pero lo he dibujado
en mi imaginación tantas veces cimbreando lo justo por el celaje del cielo de
La Isla, que aquella impresión de niño se transformó en ilusión de adolescente
y en fijación de adulto. Un imposible, como los amores de la infancia; un sueño
como todos los que tenemos: hecho realidad en nuestra mente sin interferencias
de los demás, ni siquiera propias. Un déjate llevar por lo que anoche creó la
mente sin prisa por despertar.
Y le pongo ruán morado y esparto, y hombres y mujeres
mayores de 18 años sin calzar, portando cirios infinitos al cuadril, tan
interminables como los capirotes más largos del mundo. Y un paso tallado de
filigranas por mi amigo Manuel Guzmán que no se pareciera a ningún otro salido
de sus manos y ni siquiera de las del maestro, como le gusta a Manolo llamar a
su padre. Algo único e irrepetible, dorado con 24 kilates y sin las prisas que
hoy ganan a la paciencia, a las cosas hechas para escribir la historia. Con
solo dos jarras a cada lado para varias piñas de lirios morados, que se está
perdiendo el color penitencial. Un paso que sale de rodillas por el medio punto
del Carmen, sin que se oiga un cargador, sin ni siquiera dar oportunidad a
saber quiénes son. Como tampoco conocer quiénes se ocultan tras los antifaces
con baberos hasta la última hebilla del cinto. Sin guantes, para que se vean
las arrugas de las manos maduras, de quienes llevan mucha vida caminada y
sufrida con el rostro por delante para que se lo partan. Sin música, para no
distraer los sentidos. De cuatro a ocho de la tarde el Sábado Santo. Cuatro
horas bastan para no dejar huérfana la Semana Santa isleña el día de mayor luto
del año, que pide para sí una humanidad necesitada de reflexión; un dolor
callado en la calle que marca la cuaderna maestra de la ciudad, por donde va y
por donde regresa, adivinándose su escorzo entre una gran nube de incienso
provocada por un grupo de turiferarios cuarentones que no alzan la vista del
adoquinado. Y tal como pasa ante nuestros ojos, se va. Y tal como sale, se
recoje. Y hasta el año próximo sigue en su ornacina, con la excepción de su
triduo de Dolores. Y una junta de gobierno a la que no se la ve, ni se la oye,
ni se la conoce. Ni carteles, ni pregones, ni extraordinarias, ni certámenes, ni asambleas de
cargadores, ni casetas, ni verbenas, ni entrevistas, ni polémicas... Eso para
los demás.
No hay más. No es tan difícil. Un sueño de un cofrade como
yo, descreído y que hace tiempo dejé de ser de este mundo. Un imposible hecho hermandad que solo
sucede una vez al año en mi mente. Y que no puede venir nadie a fastidiarlo
como seguramente, si se llevara a efecto, ocurriría ante estos tiempos tan
convulsos y de tan bajos vuelos. Así que me quedo con mi ideario, que nadie
puede arrebatarme, y lo tiño con el azul y negro del Jueves Santo, el de toda la
vida. Un soñar despierto que colma mis anhelos cofrades. Con eso ya me basta
aunque el sueño, ese sueño en concreto, jamás se haga realidad.