‘La librería’ me da rabia. Lo siento, debo tener una visión
cinematográfica demasiado proclive al espectáculo. Y las películas sin alma no
son espectáculo, pero el cine sí lo es. Todo el cine, todos los géneros, todos
los estilos. Con esta afirmación estoy aplicando el concepto académico de
espectáculo, en cuyo padrenuestro definitorio se especifica meridianamente: “Cualquier
cosa que se ofrece a la vista o a la contemplación intelectual y es capaz de
atraer la atención y mover el ánimo infundiéndole deleite, asombro, dolor, u otros afectos más o menos vivos o nobles”.
Por eso ‘Pelle el conquistador’ era espectáculo sin que
apareciera Indiana Jones. O ‘Julieta’ sin ser Juana de Arco, sin más
aspavientos que la virtuosa descripción de la intimidad femenina, eso sí, con
una impecable manera de medir los tiempos, disponer la cámara compositivamente
y evitar el manierismo de su protagonista, en la película de Coixet empeñada en
imitar a Hugh Grant en todo un repertorio de morisquetas y dislates faciales.
Pero Coixet no es Almodóvar, eso resulta obvio. Y me frustra
que los mimbres tan golosos que contiene la novela de Penélope Fitzgerald se
hayan desaprovechado para hacer un cesto en el que el alma del mensaje se
escapa a raudales por cada poro de fotograma.
No se puede tener un guión tan atractivo y hacer una película
tan fría. Falta espectáculo. Y no es que la insustancial música de Alfonso
Vilallonga se sustituya por algo de Thomas Newman (Ay, Fernando Velázquez, si
hubieras pillado esto de los libros…); ni piruetear con la segunda unidad;
tampoco estamos hablando de contrapicados ni el uso de la stadycam para entrar
en la librería o en el banco donde no llego a entender el sentido de los planos
escogidos por Coixet. Ni los de la conversación con el pescador en el muelle,
con esos espantosos encuadres como si ahora aplicáramos al clasicismo más ñoño
los mandamientos del dogma. Y ya no digamos de las eternas secuencias que
hilvanan un producto que, por gelidez narrativa, por fotogramas estáticos y el
primitivismo de enlazar el metraje con paisajes, se empequeñece desde el inicio
hasta convertirse en un pudo haber sido y no fue.
“Es Coixet, estúpido”, me espeta un amigacho de esto del
cine. No sé si lo hace para que aplique la indulgencia plenaria a, para colmo,
un filme previsible que a algunos les recuerda ‘Chocolat’ pero con libros y sin
la gilipollez de los piratas y a otros les viene a la mente el universo onanístico
mental de ‘Amelie’. Yo es simplemente me pongo en 110 minutos a pensar en la
librera luchando de verdad por su local, a sacar provecho de ese pedazo de
actor que es Bill Nighy y la relación entre ambos, a desabusar de los
travellings laterales en primer plano, a ‘darle calor’ a lo que veo y me sale
una película de verdad. Un espectáculo. Lo que vemos ahora en pantalla es un
tibio y desaprovechado homenaje a los amantes de la lectura, entre cuyos muchos
pedantes existentes se encontrarán sólidos defensores de una librería cuyo
único calor lo aporta una estufa como elemento crucial del filme, y que, en el
mundo de la perenne indefinición en el que se encuentra Coixet y su película
instaladas no podrán explicarnos convincentemente los motivos por los que
Florence Green no puede prosperar con su negocio. Si fuera porque es mujer, la
película adolece de feminismo, es decir, de ‘calor militante’. Si la causa son
los propios libros, con guiño incluido en Farenheit 451, falta una ardua
defensa de lo que aportan realmente aportan a nuestras vidas. Si es la cerrazón
de la mecenas del pueblo, se desconoce el porqué. Curioso por otra parte que el
personaje más cálido que pueda encontrar el espectador diga que jamás lee.
Sea como fuere, la frialdad y la indefinición por bandera.
Lo dicho, una lástima.
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