¿Los caminos legales emprendidos por Escocia y Reino Unido para legitimar su referéndum son aplicables a Cataluña y España?
Mucho me temo que la respuesta debe ser negativa aunque no lo es tanto por razones históricas y políticas como por metodología y corrección democrática. En un asunto complejo y de posturas extremas alimentadas por el nacionalismo en sus modelos centrípeto y centrífugo. Lo que resulta obvio es que el procedimiento llevado a cabo para hacer realidad la consulta escocesa apenas ha dejado resquicio alguno para dudar de su legalidad, mientras que cualquier convocatoria de esta naturaleza que se lleve a efecto en Cataluña, en indistintas comunidades autónomas españolas, no posee marco jurídico alguno en la que pueda justificarse.
No debemos tener miedo a configurar una España definitiva que no solo evite velocidades distintas a la hora de trabajar juntos en función de lo lejos que nos encontremos de Madrid o de Barcelona, sino que también nos sirva para de una vez por todas conocer qué queremos ser de cara a un futuro en el que una nación jamás podrá abandonar sus complejos a la hora de halagar su destino unitario si no aceptamos todas las fórmulas democráticas posibles que nos lleven a conocer sin tapujos
qué es lo que queremos.
Por eso, personalmente, no me asusta procedimiento alguno que permita jugar con las cartas boca arriba, las que debemos no marcar con la corrupción política como patente indeleble del nacionalismo por el caso Pujol porque de esta manera los independentistas tendrían sobrados motivos para identificar el estado unitario con los lamentables casos de Bárcenas, Fabra y demás que han campado a sus anchas por el territorio patrio. Ha llegado el momento en el que quizás debamos considerar que revalidar la confianza en el mapa geopolítico que trazamos en su momento no es solo una necesidad de estabilidad, sino una identificación necesaria en el tiempo y urgente que abra el melón de una Constitución blindada por el miedo y espolvoreada por la naftalina provocada por el ineludible transcurrir de cuatro décadas de un inmovilismo que ha provocado que todos terminemos en el saco de 'la casta' populista de Podemos.
No es valentía, ni suicidio nacional ni experimentos de alto riesgo: reformar la Constitución es tarea de todas las fuerzas políticas a través de un gran pacto nacional que reconfigure las normas, desde las relativas a la justicia de a pie de calle hasta lo que algunos se empeñan erróneamente en considerar intocable: la unidad de
un Estado lastrado y caminando a tres cilindros si varios millones de ciudadanos -lejos de una opción residual- no creen en él.
El referéndum que promueve el nacionalismo independentista catalán es a todas luces ilegal, como lo es la Ley (?) aprobada esta tarde para efectuar la consulta. Elevar lo aprobado por el parlamento autonómico a nivel de norma legal es paradójicamente una ilegalidad en el marco constitucional, en el ámbito del tablero en el que debemos dirimir el futuro que queremos. Artur Mas, interesadamente, a piola entre la impaciencia y la necesidad del baño de masas para un partido malherido, se empeña en empezar a construir la casa por el tejado, y la argamasa para sujetar las tejas se las proporciona, torpemente, los constitucionalistas con sus temores apocalípticos sobre la supuesta desmembración del país. Mas no tiene derecho a convocar la consulta no porque constituya una más que dudable amenaza contra la unidad del Estado español, sino porque el procedimiento es absolutamente irregular. Tanto como que el constitucionalismo arrime el ascua a la sardina y defienda la absurda idea de que un extremeño vote si quiere que Cataluña se quede en España.
Si no existiera miedo a ser España en conciencia, todos los partidos políticos -especialmente con el gran esfuerzo que ello le supondría al PP- firmarían un gran pacto encaminado a cambiar las reglas democráticas para permitir a todos los españoles definir qué quieren ser y no obligarlos a serlo por decreto inmovilista. Ello permitiría configurar democráticamente el mapa definitivo de un país que,
de continuar por estos derroteros, seguirá creando víctimas con las que alimentar la independencia. Aceptar la posibilidad de que existan millones de españoles que no quieren serlo y tengan la opción de decidirlo es un ejercicio de normalidad democrática siempre que lo permita el sistema con las garantías jurídicas que le podamos otorgar con un nuevo modelo. Todo lo que no signifique comenzar a cambiar desde la base pertenece al ámbito de lo ilegal.
Si alguien teme que Cataluña vote con posibilidades de independizarse es que no posee la suficiente confianza no en las campañas que emprenderían cada formación política en defensa de la permanencia en España, sino en la propia historia que sería necesario llevar a los desorientados defensores del independentismo, en la tarea de explicar las andanzas de un país forjado por reinos 'independientes', que se nos han olvidado en detrimento de darle más importancia a estupideces triviales que aprenden nuestros jóvenes, nuestros estudiantes. Si los esfuerzos se volcaran por enseñar la historia a nuestros ciudadanos, la manipulación no camparía a sus anchas, desde Cataluña hasta Granada o Córdoba y su mezquita. Pero estamos en un país en el que 'El chiringuito de Pepe' vence en espectadores a 'Isabel' en prime time nocturno, y no precisamente por las cualidades de una serie o los deméritos de otra.
Todo se resume en
voluntad política y legislativa que termina por ahuyentar fantasmas. En Gran Bretaña no existe una Constitución aprobada y refrendada por todos los ciudadanos como en España sucedió con la Constitución, pero miramos para otro lado a la hora de valorar los resultados abstencionistas en 1978 en comunidades históricas como Cataluña y el País Vasco. En Escocia no ha sido necesario el fatigoso proceso de cambiar una constitución para convocar legalmente un referendum.
La
Ley de 1998, que fue la que concedió la autonomía a Escocia, especificaba
que cualquier cambio en el país dentro del ámbito que nos ocupa debía ser aprobado por Londres. Y en octubre de
2012, cuando Cameron y Salmond firmaron el acuerdo del referéndum, lo
que acordaron fue la concesión de Londres a Edimburgo de la
celebración de un referéndum. Hasta entonces, cualquier convocatoria hubiera sido tan ilegal como la que quieren hacer los independentistas catalanes. Algo cambió en Escocia, en Reino Unido, que posibilitó la consulta. El Acuerdo de Edimburgo, firmado en 2012, fue la culminación de un proceso de legitimización. Es el punto que nos queda, la asignatura pendiente. Mientras no se logre, con el consenso de todos, el delirio mesiánico de Artur Mas es, a todas luces, ilegal.