La familia que lo regentaba ha decidido cerrar el local hace ya unas semanas. El otro día vi cómo desmontaban las máquinas, sacaban las mesas y sillas, y de aquella efímera freiduría -con sus posibilidades de comprar bebidas, chocolate a la taza, con su buzoneo hace dos meses por toda la zona y su carta de precios- sólo quedan los vestigios de sus elementos decorativos en la puerta.
Me invade una extraña sensación de tristeza. No creo que esas espantosas letras en los cristales haya sido el motivo por el que todo un barrio cada vez más poblado haya decidido darle la espalda a la Freiduría Sara. Tiene que haber otra razón. Hacía semanas que caminaba para mi domicilio y pasaba por su puerta. Sentados, en el escalón, observaba al patriarca callado, una mujer con delantal y una chica dando vueltas, pero ni una mesa ocupada, ni nadie en la barra haciendo un pedido. Un mediodía entré para encargar un bocadillo de pinchitos con mayonesa -orgásmico manjar de nosotros los modestos- y una lata de cerveza. Me envolvieron en papel de aluminio una monumental media barra de pan cargada de trozos de cerdo aliñado, por lo que extraje como conclusión que nadie podía quejarse de lo que ofrecía el negocio, ya fuera por defecto o por calidad. No, deben de existir otros motivos para que, durante noches enteras, se barruntara que la Freiduría Sara iba indefectiblemente a cerrar sus puertas.
Así fue. Un día ya no volvieron a abrirse. Lo que son las cosas y el azar (o no) de la vida. Unas calles más allá, lo suficiente como para que coexistieran ambos negocios, existe una modestísima pollería en la que hay que guardar colas para comprar. Freiduría Sara ha durado apenas dos, tres meses. Es amargo ver estas cosas aun siendo ajeno a ellas. Imagino la ilusión con la que esa familia habría decidido montar su local, la inversión inicial, el rosario de impuestos para comenzar, las gestiones para abastecerse del género, los nervios de la primera vez que abrió sus puertas... ¿Quién sería el primer cliente y qué pidió?
Imagino el transcurrir del tiempo y el sangrar de la contabilidad, la hemorragia imparable que los obligó a decidir acabar con la vida de algo creado por ellos, sopena de que la economía familiar se fuera al traste. Formo en mi mente la imagen de ellos dibujando, sobre la cartulina verde y con un rotulador de tosca punta, el sandwich de pollo y su precio que se ve en la puerta de acceso, incluido el efecto humeante. "Súper rico" que estaba todo, asegura el cristal. Lo trazarían con cariño para alentar a la potencial clientela, como reclamo,... La cartulina dibujada se quedó ahí como testigo mudo del fracaso que duele solidariamente. ¿Dónde estará esa familia ahora, en qué noche decidieron cerrar, qué se dijeron al reunirse, qué sintieron cuando apagaron las máquinas de asar y a los escasos días cuando las vieron llevárselas? ¿Quién es Sara: la mujer del pollero, la hija, su anciana madre, un simple nombre que agrada...?
Tiene que haber otros motivos para que Freiduría Sara cerrara. Son cosas de la vida creo, caprichos del destino, como la película. Qué arriesgado es poner un negocio en marcha y qué poco ayudan todos a que todos salgamos adelante...