¿Qué queda de la esencia castrense, la herencia militar, en San Fernando? No se sabe bien cuándo ni cómo; lo podemos enmarcar en los últimos 20-25 años, pero la localidad gaditana comenzó a perder la influencia de las FAS y dirigió sus pasos hacia el sector servicios con demasiados titubeos en unos tiempos en los que se requieren decisiones diáfanas e inflexibles para hacer progresar una ciudad, y las media tintas se han apoderado de la vida social de los isleños.
Estamos en julio y ayer para despejarme quise recordar mis veranos de hace más de dos décadas, paseando por la playa de Torregorda. El polígono militar se encuentra realmente en el término municipal de la capital, pero fue siempre la playa a la que iban los isleños. El bellísimo litoral de Camposoto estaba restringido como zona de pruebas de tiro y hasta hace apenas esa veintena de años, el acceso a esta costa virgen lo impedía una oprobiosa empalizada de madera dispuesta por el Ministerio de Defensa. De manera que los isleños tenían que tener su playa y Cádiz les pillaba demasiado ajena. Junto con ellos, en una indisoluble comunión como siempre había sido, militares de cierto rango que disfrutaban también de la playa y en Torregorda disponían sus casetas como cortijos particulares, su paseo marítimo con balaustrada, consumiciones a precios irrisorios, marineros en las puertas de acceso pidiendo permisos que nos concedían en tarjetas hechas para la temporada estival,...
Yo no he tenido familia militar, pero sí amigos de este gremio. De manera que en mi juventud nos íbamos por la mañana temprano en el autobús que disponía la Marina, aquellos grises que en invierno se utilizaban para el transporte escolar, y nos llevaban gratis a Torregorda. Regresábamos por la tarde, tras jugar tres o cuatro horas al fútbol, comer con refrescos o cervezas que costaban 20 pesetas y las raciones y hamburguesas a precios casi simbólicos. Para entrar en Torregorda tenías que tener un pase, así que durante algunos años mis apellidos cambiaron en función de la familia de amigos que me sacaban la tarjeta de color verde, naranja,... Era una técnica habitual. Me llamé José Carlos Calle Corrales (amigo Migue, ¿cómo estás? Qué me alegra verte por la calle de vez en cuando y saludarnos, con esa sonrisa tuya de buen tío...) o José Carlos Mengíbar Vázquez. Por cierto, a mi amigo Quique Mengíbar sí que no lo veo. Está en Sevilla pero sería tal la alegría si alguna vez volviéramos a charlar de tantas y tantas cosas, compañero...
En Torregorda, en las mesas de su paseo, veía diariamente a personajes de La Isla. A gente conocida. Juan Meléndez, Pepe Macías, muchos cofrades de siempre, con sus cervezas en la barra o su café por las tardes en amable tertulia. Yo estudiaba mis materias pendientes de verano en aquellas mesas para examinarme en septiembre cuando había suspendido en junio (en más de una ocasión, no creáis), engullíamos dulces en esos veladores, buscábamos a las niñas guapas que por la noche veíamos pasear por la calle Real, cuando ver a una chica en San Fernando era algo que incluso atraía a otros amigos de Cádiz, El Puerto,... que venían a dar vueltas por la ciudad para comprobar la fama de elegantes y atractivas de las niñas isleñas. Ahora todo ha cambiado. Y tanto.
Pues he vuelto a visitar el balneario de Torregorda. Ahí está aún. En La Isla no existe ya la Capitanía General, los militares apenas se respiran en los actos sociales de la ciudad, pero Torregorda sigue funcionando. Y me alegré mucho. Su paseo marítimo con su barra y sus mesas sigue abierto, ahora gestionado por una empresa privada, una encomienda de la Armada, incluso la mayor parte de sus mesas metálicas son las mismas, sus vestuarios,... Y cientos de bañistas. En las fotos lo podéis ver. Ya no hay casetas, cotos privados de rangos con cocas en las mangas, los tiempos cambian, pero se ven rostros que bien pudiéramos trasladarlos a aquellos años inolvidables y dorados del balneario.
Los isleños ya tienen su playa de Camposoto, en tiempos del alcalde Antonio Moreno se logró liberar la playa y las mentalidades son otras. Pero me alegra que Torregorda esté ahí. Aún venden dulces. Y las pizarras reflejan raciones a precios módicos. Ya no hay pelones en la puerta pidiéndote tarjeta. No hay autocares por la cara para familias de militares. No existe aquella sensación de que ibas a una playa que te prestaban. Y todos hemos evolucionado, los militares los primeros. Otro día me sentaré en una mesa, voy a llevarme unos apuntes de lengua española aún guardados de mi primero de BUP, me pediré una cruzcampo de botellín y miraré de lejos, en el celaje, el inicio de la playa gaditana de Cortadura. Y a escasos metros del balneario, en el agua, cuando la marea baje, una pequeña isla a la que íbamos nadando, le llamaban 'La Leona'. Era nuestra particular Bahamas de lujo. Qué tiempos...