Cualquier tiempo pasado fue mejor. Se entiende que en el cine. Aclarado esto, permítanme explicarlo.
A mí una película que en dos horas tiene únicamente de música una ranchera y además en una secuencia que parece extraída de un filme de
Jerry Zucker o
Jim Abrahams (reivindicaré
Top Secret toda mi vida), no me inspira nada de confianza. No por ello tiene que ser espantosa, porque
Siete días de mayo sólo contaba con siete minutos de banda sonora, eso sí, de
Jerry Goldsmith. Pero los hermanos Cohen no son
John Frankenheimer ni en
No es país para viejos están
Kirk Douglas,
Ava Gardner o
Burt Lancaster. De acuerdo, en lo de los Cohen allá va de un lado a otro del desierto
Javier Bardem con su horrendo flequillo y maquillaje supino, no mejor que en su registro interpretativo de
Boca a boca, y ahí la Academia de Hollywood aún desconocía quién era nuestro brillante actor.
El caso es que me alegro de veras del Oscar para Bardem, pero no entiendo esa devoción por el filme de los Cohen. No me explico cómo se puede defender una cinta en clara decadencia climática conforme transcurren los minutos hasta alcanzar el colmo de la degradación guionística cuando sus autores se cargan de un tirón a
Josh Brolin-
Bigote Arrocet, después de una hora haciéndonos creer que es una máquina igual o peor de evasión que el personaje de Bardem. Tampoco entiendo cómo se puede resolver un guión con ese tortazo de vehículos y esa reflexión de
Tomy Lee Jones, al que estoy hasta la coronilla de verlo vestido de agente del orden con la misma cara desde hace ya años, con el culmen que supuso
El fugitivo.
No concibo tantos planos secuencias enormemente largos en donde no suena nada, supongo que en un vanidoso intento de los Cohen por aproximarnos a la relidad. Pero a mí no me acercan a lo fidedigno, sino al tedio. La música apostilla los momentos tensos, de relax, los sentimientos de cada personaje, dinamiza la mente del espectador y le hace digerir mejor lo que presencia. Tan negativo es abusar de ella como no utilizarla. Y en
No es país para viejos me falta y ello contribuye a aburrirme como una ostra.
Esta cosa nada original que han rodado los Cohen (hasta lejos incluso de otras obras menores reputadas por conseguir premios como
Un plan sencillo o
Babel) es algo medianamente susceptible de tener en cuenta si fuera una película de producción hondureña con actores desconocidos y ganadora en Sundance. Pero es un auténtico insulto que ocupe un lugar de honor en el libro de oro de los mejores premios del mundo del celuloide desde la noche del pasado domingo. En otros tiempos ganaba
Eva al desnudo, incluso las menos buenas pero gratamente sustanciosas por sus milagros técnicos (montaje, banda sonora, fotografía,...) como
Ben Hur, y si no nos marchamos tan lejos en el tiempo, La
lista de Shindler o la inteligencia incluso de
American Beauty. Pero ahora vence algo técnicamente mediocre, guionísticamente lamentable, pretenciosamente plúmbeo. ¿Que no hay más cera que la que arde? Que se lo digan a
David Cronenberg, a su montador, a sus actores (grande
Viggo Mortensen), a su músico, que aún se preguntarán por qué ha sido denostada su
Promesas del Este.