Diario de Cádiz recuerda hoy que hace 20 años se suprimió el servicio militar, con especial impacto en una ciudad como San Fernando por razones que todo el mundo conoce.
Yo tuve que hacer la mili, sí. Había agotado ya todas las prórrogas posibles, en septiembre de 1994 iba camino de cumplir los 26 años y llevaba trabajando en esto del periodismo desde 1989. Es decir, que a los cinco años de estar metido en el mercado laboral, hablar y escribir de películas, recorrer no sé cuántos festivales de cine, hacer informativos en radio, redactar y pertenecer al equipo que puso en marcha un nuevo periódico diario en San Fernando, tenía que detenerme para lo que llamaban servir a la patria.
Los nueve meses comenzaron creo que con 28 días aislado en el Cuartel de Instrucción, ese complejo que a algunos parece que les entra nostalgia al verlo en vivo o en fotografías pero que a mí, en aquellos tiempos que se había estrenado 'La lista de Schindler', le encontraba más similitud a Auschwitz que a otra cosa. Con sus barracones, sus enormes patios, una barbería y otras dependencias por las que parecía que no había pasado el tiempo, murales gigantes sobre paredes con lemas espeluznantes... Había un salón con máquinas recreativas, eso era lo único agradable.
Como yo iba camino de los treinta años y los del rancho (creo que se llamaba así a cada grupo de diez idiotas que éramos apilados en los camastros con las taquillas) apenas llegaban a los veinte, varios de ellos hicieron el payaso alguna que otra noche, por lo que venían los cabos pegando porrazos contra las chapas metálicas de las taquillas como si te fueron a llevar a las cámaras de gas y te sacaban al patio en calzoncillos a dar vueltas. Juro que lo he vivido. Entonces pensabas en los años que llevabas ya currando, haciendo cosas, trataba de entender cómo era posible que aquello sucediera en plenos años noventa y, sobre todo, la degradación que estabas padeciendo.
Recuerdo a un cabo con bigotito al estilo del personaje del comisario Emilio Bretón en 'Cuéntame' y casi siempre oculto tras unas gafas de sol, un tarado mental que se creía alguien en la vida porque daba berridos. A ese le dije un día que a mí no me sacaba más al patio de madrugada, que con los demás hiciera lo que le saliera del carajo, pero que si volvía a intentarlo me iba a buscar a Juan Vargas, que por entonces trabajaba en el CIM siendo un mando militar y yo lo conocía porque era el presidente de la peña Colorín Colorao. Vamos, como si Vargas fuera el almirante, pero el farol resultó porque el bigotitos creyó que yo debía ser alguien de familia militar, cuando entre los míos no ha habido nadie con galones en nuestra vida.
Luego llegó lo de la jura de bandera, a la que nadie de mi familia asistió por expreso deseo mío. Terminadas las vueltas aquellas por el patio vestido de blanco al paso de la oca, me cambié tras una puerta antes de salir, metí aquello en el saco ese como de arpillera que nos daban donde el mes antes teníamos que escribir en grande un número para identificarnos (otra más de sensación de ir al exterminio) y me fui a comer a mi casa. A los pocos días, o al siguiente, no lo recuerdo, regresé al CIM, donde nos dejaron durante horas en el patio a la espera de que un camión nos recogiera. Me dieron destino en la antigua Capitanía, en una oficina que llamaban de Las Damas del Carmen, donde una entrañable señora se dedicaba a obras dadivosas con los huérfanos de la Armada o algo similar y a poner flores a una capilla que yo tenía que limpiar. El resto del tiempo me sentaba en una silla con un escritorio que podía ser atrezzo de 'Mientras dure la guerra' con una máquina de escribir indescriptible. Ya por entonces venía yo de años con ordenadores, pero aquello no se estilaba allí. A esta buena mujer le dieron unos cuantos disgustos por no sé qué tonterías, solo recuerdo uno de ellos porque un día entró la señora del almirante de la ZME por entonces y yo no me cuadré, y la pusieron a caldo por no amaestrarme bien. Se tuvo que ir a su casa de baja un par de días y todo.
En Capitanía estaban destinados dos amigos, el brigada Juan Vidal, secretario de mi hermandad de la Misericordia, y un subteniente pequeño, redondete, que tenía por costumbre coger de las orejas a los marineros como los maestros del régimen. Antonio Ruiz me recordaba a Carlos Pumares y enseguida hicimos migas. Sus hijas eran además hermanas de la Misericordia. Supe que, a pesar de todo, era un buen tipo, que tenía un especial feeling con los reclutas que no querían problemas y con el que mantuve muchas charlas. Me dio días libres porque me 'ordenó' montar el Nacimiento de Capitanía en las navidades de 1994 para ganar el concurso de belenes que se organizaba entre dependencias militares. Como quedamos segundos, creo que me tiró de las orejas. Cuando me marché en junio de 1995, le ví los ojos vidriosos. "Don Antonio, ¿qué le ocurre?", le pregunté: "Lo de siempre. Que cuando os váis, uno no es de piedra", me dijo. Después lo he visto por la calle algunas veces, con su mujer. Dos encantos de personas.
En Capitanía llevé una vida surrealista. Me dejaban salir al mediodía tras las mañanas de oficinista y limpiando un sagrario. Almorzaba dos veces, en el 'destino' y en mi casa, por lo que me puse como un zollo. Por las tardes me iba al San Fernando Información, a currar. Al rato a la radio, y volvía por las noches, donde frecuentemente me tocaban guardias en horas jodidas, como a todo el que hacía la mili. Puerta 'A', Puerta 'B', Puerta 'C'... Te levantaban a las dos o tres de la madrugada para sentarte en una mesa frente a una de las puertas de acceso al edificio, para vigilar no sé qué porque si entraba un yihadista majarón yo solo llevaba un bolígrafo para escribir mis apuntes que se me ocurrían sobre películas. Lo peor era la guardia en el aparcamiento, ese en la calle Arias de Miranda con garita. Allí te pelabas de frío sin pasar ni las moscas.
Recuerdo la noche de los Oscar de 1995. Me dejaron salir por permiso de trabajo para retransmitirlos, como venía haciendo desde años atrás en la radio, pero a las ocho en punto tenía que estar allí uniformado. Fue el año que la ceremonia más se prolongó en el tiempo, y eran las 07:50 h. y acababa de terminar. Como recordaréis, esos programas especiales se hacía con mis colaboradores en el estudio, e intercalaba telefónicamente a gente del cine: directores, actores, otros críticos de renombre, etc. Las nueve horas en el estudio daban para mucho pero especialmente para proveernos de bebidas para refrescar el gañote, por lo que a las siete de la mañana ya estábamos algo tocados. A las 07:55 h puse el tema principal de 'El Rey León' que se había llevado el Oscar a la mejor banda sonora y a las ocho en punto llegaba yo a Capitanía bastante achispado. Qué lucha...
En definitiva: la mili me dejó el sueldo a la mitad, me hizo perder el tiempo, montar un belén que no era el de mi hermandad, aprender a no cuadrarme jamás ante nadie por mucho que le dé un síncope a una buena mujer, me impidió ir al Festival de Sitges en 1994 y no tengo contacto alguno con quienes compartí aquella imbecilidad vestido de marinerito.
Y así es como algunos decían que yo me hice un hombre.