El próximo VIERNES 25 de abril estaré en la Librería Papelería Plastilina de Cádiz, a partir de las 19:00 horas, para firmar ejemplares de mi libro «Las bandas sonoras para despedir los días». Participo de esta manera en el VIII Encuentro de Literatura Gaditana que organiza esta estupenda librería y que reúne a autores y escritores gaditanos desde el martes 22 al sábado 26 que participan en coloquios, lecturas y firmas. Todo un placer y ya sabes: si compraste mi libro en estos meses y lo quieres firmado, pásate por Plastilina el viernes y compartimos un rato si incluso te apetece charlar sobre música de cine distendidamente. Si no tienes el libro aún, puedes adquirirlo en la librería esa misma tarde o cuando desees, aún quedan ejemplares.
Por otra parte, aprovecharemos este acto del viernes para hacer entrega del ejemplar de #lasbandassonorasparadespedirlosdias que desde Círculo Rojo y #UltimoEstremo sorteamos este 23 de abril, Día del Libro, entre todos los interesados que enviéis un correo a 'librobandassonoras@gmail.com' antes de las 15:00 h. del miércoles, contándonos en solo una línea cuál es vuestro compositor de música de cine favorito y vuestra banda sonora preferida. En el siguiente vídeo es cuento cómo podéis participar y cuándo haremos el sorteo, que será el mismo miércoles por la tarde noche.
¡Os espero el viernes y también vuestros correos! ¡Corred, insensatos, que quedan apenas 24 horas de plazo!
A pesar de ser el año en el que la esperanza debe ser inquebrantable, tenía poca fe -perdónenme la puntual incompatibilidad- en volver a verle dentro de apenas tres semanas. Su última aparición, en el día de la conmemoración de la resurrección de Cristo, revelaba su delicadísimo estado de salud y un físico llamativamente deformado por sus tratamientos entre otros factores.
Francisco ha sido el Papa que la Iglesia necesitaba hace doce años, que necesita en estos tiempos convulsos. El debate sobre sus decisiones, aplaudidas por los sectores más progresistas, y el azote que ha sufrido por parte del tradicionalismo católico, revela la pugna que la Iglesia mantiene sobre su identidad para seguir ejerciendo su papel en el mundo. Nada nuevo desde hace ya muchos años, pero la sensación es que el reloj corre y que el embudo se estrecha en tiempos de excesivo apresuramiento en todo. De ahí la importancia de los momentos, de aquel en 2013 y del que viviremos en breve.
El conservadurismo más influyente moverá ficha para elegir a un Papa de corte clásico que evite las reformas que Francisco inició desde los primeros tiempos de su pontificado. La pregunta es si los cambios pueden evitarse, si realmente la Iglesia no tiene más remedio que mirar hacia adelante si quiere continuar siendo capital en una civilización occidental que se mueve en la frágil línea que separa su ocaso tal como la conocemos o los cambios que la adapten a los nuevos tiempos. Unos cambios que posibilitarían mayor acercamiento de sectores históricamente denostados por la Iglesia, 'ganar adeptos a la causa' si me permiten otra expresión inadecuada, o en todo caso la convivencia y el respeto que evitaría enfrentamientos de los que la Iglesia saldría perdiendo al ser tachada de retrógrada y exclusivista. Nada más que por interés estratégico, necesitamos a un Papa que continúe la línea de Francisco, que sume y no reste, por inclusión o proximidad, evitando además acciones que sirvan de excusas para quienes atacan al catolicismo y para quienes viven permanentemente en el discurso del victimismo.
La Iglesia necesita gente, desmontar el argumentario de quienes la odian y participar activamente en las decisiones de un panorama mundial actualmente aterrador. No solo de palabra, sino también de obra. Si eso es hacer política, hágase. Las últimas palabras del obispo de Roma, como Francisco quería que se le llamase en uno de los gestos por evitar la ostentación de sus títulos, han sido para condenar la incipiente carrera armamentística incluyendo el incremento presupuestario propuesto («¡No más estruendos de armas!») y su defensa de los pobres, las mujeres y los niños. Y un, creo personalmente, que importantísimo mensaje en su homilía para mirar al frente dejando atrás el pasado: «A Cristo no se le puede encerrar en una bonita historia que contar, no se le puede reducir a un héroe del pasado ni pensar en Él como una estatua colocada en la sala de un museo. Al contrario, hay que buscarlo, y por eso no podemos quedarnos inmóviles. Debemos ponernos en movimiento».
La editorial Círculo Rojo y #UltimoEstreno te ofrecen la oportunidad de tener un ejemplar del libro «Las bandas sonoras para despedir los días» gracias a un sorteo que se llevará a cabo el próximo miércoles 23 de abril, fecha en la que se conmemora el Día del Libro. Con esta iniciativa queremos fomentar la lectura aprovechando un día tan importante para las letras y hacerlo prestando también importancia al papel de la música de cine en las películas.
«Las bandas sonoras para despedir los días» fue uno de los libros publicados sobre cine de mayor trascendencia en 2024, con un completo contenido valorado muy positivamente por los lectores y revistas especializadas como la reconocida «Fotogramas», escrito por el periodista y crítico de cine José Carlos Fernández Moscoso. Su contenido puede conocerse con detalle en la web www.lasbandassonorasparadespedirlosdias.com
Para participar en el sorteo de un ejemplar, solo tienes que escribir un correo electrónico a «librobandassonoras@gmail.com» antes de las 15:00 horas del miércoles 23 de abril, en el que nos digas cuál es tu compositor de música de cine favorito y la banda sonora de tu vida, sea de él o de otro músico. Sortearemos el libro entre todos los correos recibidos a lo largo de la tarde noche y daremos a conocer a la persona ganadora poniéndonos en contacto con ella y en redes. Déjanos tu nombre completo en el mismo correo. Puedes participar desde cualquier lugar del mundo.
¡YA PUEDES ENVIARNOS TU CORREO PARA COMPRENDER Y DISFRUTAR DE LA MÚSICA DE CINE A TRAVÉS DE CASI 300 PÁGINAS QUE INCLUYE MÁS DE 80 CÓDIGOS QR PARA VER SECUENCIAS DE PELÍCULAS!
Ha sido agotador. He revisionado las diez películas, he resumido tanto material sonoro-narrativo de cada una de ellas, he grabado y montado hasta la extenuación y el dolor de espalda ha dado leña desde el primer día, pero ha merecido la pena:
Tenemos, en #UltimoEstreno, un programa especial de casi dos horas y media con una selecta selección de las músicas y el papel que desempeñan en películas que tratan la figura de Cristo. No se trataba de hacer algo sobre Cristo en el cine, eso ya se ha hecho muchas veces y yo he dado numerosas conferencias al respecto en estos años. Este vídeo es la muestra de lo que hace una música con un personaje. Desde la identificación instrumental con él en «Ben Hur» gracias a Miklos Rozsa a la percusión del tormento -pero también del poder de convocatoria de gente- de «La última tentación de Cristo» de Peter Gabriel. Desde el tardío clasicismo de Maurice Jarre y su experimentación musical setentera en «Jesús de Nazaret» a la desconocida aportación de la oscarizada Anne Dudley en un filme sobre Cristo hecho por animadores rusos con figuras de plastilina. O cómo el compositor español Roque Baños jugó con el 'duelo' de Cristo y el tribuno Clavio en «Risen» y sus temas para cada uno de ellos.
Es un especial para sentarse frente al televisor en un día de esta Semana Santa, relajarse y dejarse llevar por lo que la música de cine es capaz de crear sin que nos demos cuenta. Espero que lo disfrutéis mientras recupero fuerzas. Aunque me temo que eso no será posible en estos días
Ha muerto Ted Kotcheff. El director de «Acorralado», la cojonuda «Despertar en el infierno» (en Filmin) o «Más allá del valor» es uno de los cineastas que figuran en la dedicatoria de mi libro «Las bandas sonoras para despedir los días» (www.lasbandassonorasparadespedirlosdias.com) por haber hecho posible que sus imágenes fueran narradas musicalmente por bandas sonoras extraordinarias de genios como Jerry Goldsmith o James Horner. De hecho, la partitura de Goldsmith para la primera de la saga Rambo forma parte de mi olimpo sagrado y la incluyo siempre entre mis parábolas para la evangelización de potenciales discípulos de la música de cine que acuden a las presentaciones de mi libro para experimentar su conversión y empezar a vivir en la verdadera y única fe.
El primer montaje de «Top Secret» duraba dos horas. La cantidad de maravillosas chorradas surrealistas de los ZAZ (y Jon Davison, que metía las narices bastante como productor, especialmente dando la brasa a Maurice Jarre con la banda sonora) quedó reducida a 90 minutos tras las primeras proyecciones privadas, entre ellas en universidades donde los realizadores de la película prestaron mucha atención a las sugerencias de los estudiantes. Ya lo hicieron con «Aterriza como puedas» y la experiencia les salió bien.
Ahora que nos ha dejado Val Kilmer, es hora de reivindicar la versión extendida de 120 minutos de «Top Secret». Seguramente los pedantes del mundo del cine (es decir, el 80% de la gente que rodea todo esto) hablarán mucho en estos días de «The Doors», «Kiss Kiss Bang Bang» o «Heat», pero yo veía a Val Kilmer y, a pesar de él mismo, no podía pensar en otro que no fuera Nick Rivers.
¡ALGUIEN QUE PAGUE EL MONTAJE ORIGINAL Y SU ESTRENO EN CINES YA!
El director y productor Robert Zemeckis deja a un lado el espíritu de grandes producciones que lo han llevado a convertirse en un cineasta mainstream («Regreso al futuro», «Forrest Gump», «Contact») para presentarnos en su última película, «Here», una colección de historias cotidianas que tienen un denominador común: todas suceden en una misma casa de estilo colonial americano, en el salón, donde sus residentes, a través de distintas generaciones desde que fuera construida, conviven, ríen, lloran e incluso se casan o mueren.
Un original sistema de apertura de ventanas en pantalla que conduce al espectador a las historias que se intercalan en el tiempo y algunas reflexiones que invitan a pensar sobre el 'carpe diem' son las principales características de un filme con momentos de reflexión solventes pero en general liviano, escasamente profundo y polémico técnicamente por el uso sin límites de la inteligencia artificial en especial para transformar en más jóvenes o envejecer a los actores, especialmente a Tom Hanks.
Pero hay otro aspecto en el que me detengo en el programa-vídeo de #UltimoEstreno recién subido a mi canal: su banda sonora, compuesta por Alan Silvestri, el músico de cabecera de Zemeckis, una obra que algunos especialistas en música cinematográfica comparan con «Forrest Gump»... pero cuyo tema principal al inicio, y que relaciona al espectador con la casa, está claramente inspirado en el que hace ya nada menos que 26 años compusiera la británica Rachel Portman para «Las normas de la casa de la sidra». Parece que muchos no recuerdan aquella BSO de Portman, pero estuvo nominada a los Oscar.
«Here», que ha costado 'nada más' que 45 millones de dólares y ha recaudado apenas quince, está aún en algunos cines y en plataformas como Amazon Prime o Movistar en alquiler.
Os dejo el enlace al vídeo para ver-escuchar la videocrítica pero no me resisto también a la maldad comparativa de sus bandas sonoras en el vídeo que encabeza este texto.
Hace poco comencé a leer «Yo, comandante de Auschwitz». Se trata del libro que compendia los textos
que Rudolf Höss, máxima autoridad del campo de exterminio nazi, escribió en la
cárcel mientras aguardaba la sentencia que lo condenó a la horca en el mismo
lugar donde permitió las atrocidades más ominosas que haya podido sufrir el ser
humano.
El libro fue reeditado en 2022 por Arzalia E. La primera vez
que se publicó fue en 1959, y desde entonces ha tenido numerosas ediciones en
el mundo y varias en España de firmas tan importantes como Ediciones B. No es
hasta bien entrada la lectura del libro cuando el lector encuentra lo que
realmente busca. Es mi primer juicio de valor plasmado en este texto. Dado
el carácter autobiográfico de la obra de Höss, su exposición a lo largo de un
buen número de páginas desde su inicio solo sirve para ubicar los orígenes del personaje
y conocer muchos de sus devaneos, una gran parte de ellos prototipo del joven
alemán imbuido del espíritu bélico de las primeras décadas del siglo XX, en un
contexto que hoy nos resulta incomprensible. Cuando a partir del Anexo I
comienzan a revelarse los detalles de la «solución final del problema judío en
Auschwitz» como así se titula el capítulo, el libro se transforma en un
vehículo de horror, de muy difícil ingesta. Se trata del testimonio, en primera
persona, de un ser abyecto que cuenta con todo lujo de detalles las decisiones
que se van adoptando para borrar del mapa cualquier vestigio de la raza judía
sobre la tierra. «Eichmann me explicó que
se emplearía el método del gas letal. Sería prácticamente imposible eliminar a
las multitudes esperadas por fusilamiento. Si se tenía en cuenta la cantidad de
mujeres y niños, este método sería demasiado pesado para los SS que lo
aplicaran». Con esta pasmosa frialdad,
Höss da inicio a una sucesión de monstruosidades solo aptas para el lector preparado.
La polémica sobre la publicación de «El odio», el libro en
el que Luisgé Martín profundiza en la mente de José Bretón como asesino de sus
dos hijos, me ha trasladado directamente
a «Yo, comandante de Auschwitz». Obviamente no he/hemos leído el libro de
Anagrama, pero ambos coinciden conceptualmente en su génesis si atendemos el
razonamiento que Luisgé Martín está haciendo valer en estas semanas de exposición
de motivos de su nueva obra. «A menudo se
dice que el amor, el poder y el dinero —en ese o en otro orden— mueven el
mundo. Pero yo me inclino a pensar que es más frecuentemente el odio quien lo
hace. Es el que exige menos constancia, el que puede cambiar el rumbo de la
vida con un solo acto».
El odio a los judíos. El odio a su mujer. Höss y Bretón son
dos caras de una misma moneda cuyos dispares contextos no son sino la
justificación para que aflore la vileza humana. Incluso en ambos casos se dan
macabras coincidencias metodológicas, como el uso de la cremación para borrar
lo perpetrado.
Me pregunto si la inclusión del prólogo de Primo Levy en
«Yo, comandante de Auschwitz» se utilizó en su momento para equilibrar y justificar la publicación de la obra de un hombre diabólico. Levy, superviviente del holocausto, preludia un
contenido que se viene difundiendo sin cortapisa alguna desde hace más de
sesenta años a pesar de su crudeza, sin obstáculos en nombre de la ética sino
más bien al contrario, incorporándole a su valor testimonial de primera línea
la condición que poseen los libros ejemplarizantes que evitan que la especie
humana pierda la memoria que ayude a mantenerla en el camino de la ética que
debe regir sus comportamientos. Me resulta impensable que las barbaridades de Höss se hubieran
quedado en los cajones de miles de documentos judiciales como prueba irrefutable
de las atrocidades cometidas excusándose en la analogía entre publicar y hacer
apología del crimen más allá de emplear otros argumentos poco sostenibles como
la crudeza de lo narrado.
Es posible que Luisgé Martín haya equivocado la metodología
para gestar «El odio», especialmente en lo concerniente a obviar a Ruth Ortiz a
la hora de ir de la mano –o al menos darle conocimiento- de su propósito de
exponer las conclusiones de más de tres años en la mente del asesino. Quizá lo
haya hecho sabiendo que la exmujer de Bretón jamás consentiría la publicación
del libro, por lo que el escritor se ha decantado por ningunearla y emprender
una huida hacia adelante esperando salir victorioso del impacto que, como
estamos viendo, supone obviar una parte esencial en lo ocurrido. La pregunta es
hasta qué punto la actitud del escritor es suficientemente grave como para impedir
la publicación de su obra o si realmente es un formalismo erróneamente no llevado
a cabo, un gesto indecoroso pero nunca inmoral. Si «El odio» va a ser una obra
incompleta como ya se está calificando al no contar con los testimonios de la
madre de los niños asesinados, cabe preguntarse también si ello no debe formar
parte de la valoración de su lectura en lugar de utilizarse como motivo para prohibir
su difusión, si es el lector el que debe considerar que la obra adolece de
contenido. Pero para ello, lógicamente, debe tener opción (y derecho) a su lectura. Al
utilizar este argumentario en contra del libro, estamos también obviando la
posibilidad de que Luisgé Martín haya concebido un sicoanálisis literario centrado
exclusivamente en el elemento perturbador para conocer en profundidad el origen
más recóndito del odio encarnado por Bretón. Incluso puede que como lector no
nos interesen los testimonios de terceros a semejanza de un texto documentalístico,
expositor de unos hechos que ya hemos visto por activa y pasiva, sino el
complejo, desasosegador y peligroso camino que nos enfrenta cara a cara a un
solo individuo. Al odio personificado. En este caso, ni siquiera en primera
persona, como ocurría con Rudolf Höss, lo que hubiera dotado de razones de mayor
peso a los partidarios de impedir la distribución del libro al contemplarse la
posibilidad de entenderse desde un intento de expiación del criminal hasta la
apología de sus execrables actos. Pero recordemos que no está escrito por Bretón,
como tampoco los contenidos de los libros se difunden por nuestros hogares como
programas basura gratuitos para el espectador y de fácil acceso a través de la
televisión. Quien no quiere leer un libro, no solo no lo lee, sino que
previamente no acude a la librería en lugar del sofá frente al televisor, no
gasta dinero en él ni emplea semanas o meses en leerlo.
Lo que resulta obvio es que la decisión de permitir publicar
o censurar (es la palabra adecuada, sin paños calientes) «El odio» de Luisgé Martín
va a convertirse en un precedente de gran relevancia para la libertad de
expresión en este país, en tiempos oscuros para la ética pero aún de mayor
fragilidad para las libertades. No olvidemos que la ética nace de una
decisión personal que no puede ser impuesta por nadie y la libertad es el
principal valor para mantener una sociedad igualitaria y justa.
Me he
llevado cuatro horas sentado frente a una pantalla para ver una serie de la que
todo el mundo habla. Quien me conoce en mis tareas relacionadas con el cine sabe
de mi negativa a vivir a expensas de capítulos estratégicamente realizados para
mantener el interés del espectador.
Yo no veo
series. Con la excepción de una o dos a lo
largo de tantos años, no he hablado de ellas. Es probable que me acusen de
pedantería, pero soy un firme defensor de la idea de que, mientras tenga pendiente
de visionar decenas de películas de maestros del cine, no puedo ‘perder el
tiempo’ en productos realmente distintos al formato cinematográfico. Entiendo el
consumo televisivo diario de millones de hogares que buscan el entretenimiento
entre tanto hastío cotidiano que hoy nos apabulla. El espectador quiere escapar
mientras gente amargada como yo predicamos en el desierto sobre las diferencias
entre espacio-tiempo de una serie con respecto a una película, las formas de
rodar y contar o cómo un compositor no puede escribir una banda sonora para algo
que dura una hora y media igual que para una decena de capítulos que pueden sumar
miles de minutos y contener distintas tramas en espacios temporales sumamente
prolongados para estirar el chicle del enganche catódico.
Decía que
había empleado cuatro horas para visionar una serie. El éxito es tal que a
veces debes subirte al carro para seguir la corriente o te quedas comentando el
hallazgo de «La gota escarlata», una de las joyas perdidas de John Ford descubierta
en Chile un siglo después de haberse rodado, y terminan leyéndote tres
centenares de frikis en peligro de extinción. Personalmente no me preocupan los
números ni los likes en redes sociales.
Ufanos de gloria y envidiosos los hay a pares y los he tenido cerca. Si fuera
así no hablaría de cine en vídeos de 30 minutos de duración como media y
pondría ojitos con imágenes filtradas saliendo de la ducha, eso sí, recortando el
bidet de la foto. Pero tampoco uno vive del aire, de modo que me he dejado
llevar por «Adolescencia», disponible en Netflix. La serie trata sobre el
asesinato cometido por un chaval de 13 años sobre una compañera de escuela. La
detención de un niño como espectáculo policial, las dudas sobre la autoría, el
impacto que produce en la familia y su entorno, las actitudes de los jóvenes en
la actualidad respecto a un suceso de tal gravedad o la introducción del
espectador en la cabeza de un asesino prematuro gracias al personaje de una
psicóloga son ingredientes más que sustanciosos y sólidos como para realizar un
producto de éxito.
A
«Adolescencia» hay que reconocerle su ordenado desarrollo de la acción. Sus cuatro
capítulos están pulcramente compartimentados sinópticamente. El primero se centra
en la detención policial, tan barroca para el espectador como rutinaria para
sus protagonistas. El segundo es como «La clase», la estupenda película de
Laurent Cantet pero con policía en lugar de profesor. El tercero, el más
interesante, no da lugar a otro asunto que no sea el tour de force entre la psicóloga Briony Ariston y el joven Jamie,
interpretado extraordinariamente por Owen Cooper (este chico debe hacer cine de
verdad YA) y el cuarto resuelve la serie con la dureza y el desasosiego de una
familia destrozada por lo sucedido, sin llegar a entender qué ha fallado en la
educación dada a Jamie para que de su seno salga un asesino. Un capítulo
descorazonador, el de mayor carga reflexiva –para mí más incluso que el
tercero- con secuencias sublimes, desde el padre lanzando la pintura a su
furgoneta para ocultar la pintada que le hicieron a los planos finales con el peluche
en la cama de su hijo.
La serie funciona,
pero aunque no me crean, yo no he venido aquí a hablar de mi libro, es decir, a
hablar de «Adolescencia», sino a corroborar mi frustración con el formato. Este
drama áspero y sociológico hubiera sido una magistral película si se hubiera
concebido como tal. De esta manera, se hubiera despojado del mal endémico que
poseen las series, obligadas por el propio formato en sí y las estrategias
comerciales. Son cuatro horas de secuencias innecesariamente prolongadas en el
tiempo, imposibles de disimular a pesar de momentos climácicos y que, como toda
serie que se precie, solo sirven para mantener enganchados a cuantos
espectadores mejor para Netflix (con Brad Pitt como productor ejecutivo en el
caso que nos ocupa), consciente de que quien visiona cada hora de capítulo está
sentado en su casa y va a ir a mear, mandar whatsapps o a pillar gominolas
justo en esos estratégicos momentos inanes de la serie. Hasta en eso
«Adolescencia» tiene estupendamente marcados los tiempos muertos que, como
digo, son santo y seña de las series televisivas. La peculiar manera de haberse
rodado los cuatro capítulos, con planos secuencias tan prolongados que apenas
hay varios en cada uno de ellos, no dinamizan el ritmo sino precisamente todo
lo contrario, al subjetivar la vista del espectador con una sola opción.
Ejemplos hay
bastantes: la redada policial del inicio es eterna. La puesta en escena del alumnado
en el segundo capítulo, especialmente la secuencia en el patio y el prototipo
de amiga de la víctima, es cansina. Hay momentos vacíos y repetidos en el
interrogatorio de la psicóloga en la tercera parte, y el viaje al comercio para
comprar la pintura de la familia de Jamie en el capítulo cuarto (¡siete minutos
de un solo plano en un vehículo!) y la banalidad de la conversación se hacen
desesperantes. No sucede así en el viaje de regreso…
Todas estas
circunstancias lastran «Adolescencia» por la sencilla razón de que son
consustanciales al espíritu de las series. De modo que, una vez vista y
confirmando mi teoría, vuelvo a mi cueva con la esperanza de que Jaime Córdova
encuentre otra película perdida de Ford en algún almacén al otro lado del
charco o apuntando en el Google Calendar la fecha de renovación de Filmin con
su maravillosa oferta de tanto clásico que no podré ver por mil vidas que me
concediera Dios o el genio de la lámpara.
Han pasado años de predicamento en el desierto para que, poco a poco, el cine y sobre todo su música vayan ocupando el lugar que les corresponde en ámbitos como el universitario y la enseñanza en general.
Así que yo estoy muy feliz de que en apenas varias semanas esto sea una extraordinaria locura aunque coincidan prácticamente en el tiempo. En Sevilla tenemos dos interesantes opciones gracias a las I Jornadas de Historia y Cine el 27, 28 de marzo, 3 y 4 de abril y el III Seminario de Historia y Teoría de la Música de Cine los días 7, 8 y 9 de abril. En el primero se analizarán joyas como Ben-Hur, Espartaco o la catedral gótica de Notre-Dame a través de la estupenda película de Disney de 1996, disertación que correrá a cargo de Lucía Pérez García que abordará la música de Morricone para «La misión» una semana después. Y en el Seminario del 7 al 9 de abril también hay que estar para escuchar las aportaciones de amigos como Conrado Xalabardero Andrés Valverde, entre otros.
Por si fuera poco, la programación de «Notas en conexión» en Tenerife, del 24 al 26 de marzo, es extraordinaria, al tratar temas como la psicología en la música de cine, la narrativa musical, los procesos de producción, la interacción música-imagen... Lo de Tenerife es LA REPERA con compositores como Iván Palomares, Zacarías de la Riva, Fernando Ortí Salvador, etc.
¡Me llega todo esto y me entran ansias por convertirme en Supermán III para duplicarme! En estos días hablaremos con los organizadores más profundamente.
Imagínese inmerso en uno de esos viajes concertados y
grupales en los que se conocen lugares e, ineludiblemente, a personas. Una o dos
semanas recorriendo sitios de interés mientras usted trata de congeniar con
quienes serán sus compañeros inseparables durante el tiempo que dure el tour en
cuestión. La química o la ausencia de ésta entre los miembros del grupo
influirán en el grado de satisfacción del viaje. Puede darse el caso de que se
cumplan sus objetivos de ampliación del conocimiento, pero de soportar las
costumbres, formas de actuar ante situaciones o manías personales de quienes le
acompañan no le va a salvar nadie.
Hay viajes con mayor necesidad de introspección y otros en
los que socializar no interfiere tanto. Entre estos últimos me he incorporado a
varios desplazamientos medianamente extensos en el tiempo a Italia, Francia,
Portugal, Marruecos… Cuando he ido a Polonia he preferido hacerlo de manera
particular. Si acaso alguna visita explicativa con un pequeño grupo al que no
vas a volver a ver al día siguiente. Civitatis y compañías así son ideales para
ello. El país centroeuropeo es una tierra sufrida desde hace siglos, castigada
por invasiones en su sentido literal y también en el social y el cultural. Los
polacos son gente maltratada a lo largo de la historia por su ubicación
geográfica y estratégica. «No hace mucho, no muy lejos» rezaba el lema de una
exposición sobre los horrores vividos en Auschwitz cuyo estreno mundial tuvo lugar
en Madrid en 2018 y posteriormente ha recorrido distintos países. Cuando los
soviéticos liberaron a los polacos del tormento nazi, los vecinos del Vístula
celebraron una libertad que realmente no les llegó hasta medio siglo después
tras la ominosa opresión impuesta por el comunismo. Hablar con un polaco es
comprobar que, para ellos, el «No hace mucho, no muy lejos» es aplicable al
dominio soviético más que al padecimiento causado por los nazis, que fue
intenso pero efímero, en la dilatada historia de esta nación.
La Krakowska Aleja Gwiazd, a orillas del Vístula, en Cracovia. Placa con las manos de Roman Polanski.
El aislamiento en todo lo posible para favorecer la reflexión y
facilitar el conocimiento de los detalles de hasta dónde es capaz de llegar el
ser humano contra sí mismo en su más criminal irracionalidad es necesario para
imbuirse de lo que desprenden determinados lugares. De acuerdo, necesitamos
concentrarnos en los lienzos del Louvre para percibir su magnificencia.
Pero yo les hablo de lo que exhalan otros poros, los más monstruosos que
podamos imaginarnos. De aquellos de donde emana tanto horror que es necesario
enfrentarnos a él mirándolo a su rostro, frente a frente, para practicar un
ejercicio particular y desnudo que nos marque con fuego que aquello jamás debe
volver a suceder. Sin distracciones, sin ni siquiera apoyos al lado.
Pues siga imaginando y suponga que en un viaje de este
estilo, integrado grupalmente, surge un individuo a contracorriente en sus
comportamientos. No le hablo de incivilizado ni tóxico, sino de un
imprevisible compañero capaz de movilizar a los componentes del grupo para inmortalizarlos a los pies de un monumento gigante de soldados batallando en una fotografía
donde todos adoptan posturas teatrales, casi cómicas, simulando los escorzos de
cada estatua, todo ello delante del Monumento al Alzamiento de Varsovia, cuyo
carácter triunfal se compatibiliza con el homenaje de los polacos a las víctimas de
los alemanes de la época. Horas después, el mismo personaje achaca al grupo
viajar en primera clase en tren, con todo lujo de atenciones, en un país en el
que los vagones del ferrocarril transportaban, por aquellos mismos raíles, a
miles de judíos hacia su destino. «Marchándote a clase turista no vas a encontrar
menos dolor», le espeta el señor más mayor del grupo, poco propenso a escudriñar,
y mucho menos comprender, los comportamientos de su colega de periplo.
Si todo esto le sucede en algún viaje, sepa que ese compañero que le
ha tocado es Benji Kaplan, el protagonista de la excelente película «A Real
Pain». A poco del comienzo de la ceremonia de los Oscar de 2025, Kieran Culkin
recibía la estatuilla al mejor actor secundario. Respiré profundamente. Al
menos se ha hecho justicia en un apartado en unos Oscar vergonzantes, en los
que basuras como «La sustancia» o naderías como «Anora» recibieron nominaciones
una tras otra e incluso premios mientras una de las mejores películas de 2024,
una road movie en toda regla, inteligente y atinadamente conducida sobre
caminos guionísticos de extremada delicadeza, había sido ignorada
sorprendentemente.
Y es que bajo la excusa de un reencuentro con el pasado
familiar, de un viaje desde Estados Unidos a Polonia de dos primos hermanos
judíos que se autoredimen en busca de sus orígenes representados en su abuela y
en una anónima casa en un suburbio de Varsovia como culmen de la peregrinación,
se esconde un filme que muestra dos maneras de ver el mundo, una de ellas
propia de un personaje al que posiblemente usted y yo eludiríamos acercarnos si
perteneciéramos al grupo, y como antítesis otra visión representada en David
Kaplan que no deja de responder a los cánones clásicos –familia modélica,
trabajo sobrepasado, modus vivendi teóricamente perfecto- cuyas costuras se
descubren por la rebeldía del primero, de un quijote que atisba un autismo en
su sinceridad totalmente despojada de reservas, un idealista con un poder de
atención y de atracción arrolladora, a pesar de una solo aparente afasia
mental. Benji Kaplan tambalea los cimientos del convencionalismo de quienes le
rodean, deja agotado a David, que trata de solventar las situaciones
provocadas. «Lo quiero y lo odio a la vez», confiesa, mientras en la estupenda
secuencia de la cena, su hermano va al baño dedicando sonoros eructos a todos
los comensales y cuando regresa se sienta frente a un piano mientras interpreta
a Chopin –casi siempre presente musicalmente en la película- descolocando al
espectador, especialmente al que se quedó en el envoltorio juzgándolo como un
patoso adicto a la marihuana.
«A Real Pain» es una película extrañamente americana y muy
europea. Quizás por ello se explique su ninguneo en los Oscar. Tan del viejo
continente como el cine de Woody Allen, cuyo espíritu está detrás de un buen
puñado de conceptos y situaciones del filme. Me resulta bastante desafortunada
la definición de «comedia divertida» que críticos de cierta fama le han
impuesto a la película de Jesse Eisenberg. Las situaciones distendidas son solo
una excusa para presentar un abrumador grado de dramatismo personal
representado en ambos protagonistas, afianzados con mucho tino por las
situaciones anímicas de los secundarios del grupo: la separada matrimonialmente
que encarna Jennifer Grey (siempre la recordaremos en «Dirty Dancing»), el
personaje de Kurt Egyiawan en
busca de su identidad religiosa siendo ruandés y convirtiéndose al judaísmo, el
tosco personaje encarnado por Daniel Oreskes… Lo comedístico es solo una
excusa para tanto trasfondo que alcanza el dolor en la figura protagonística de
Benji, que entre las muescas que le han señalado en su vida consta un inconfeso
conato de suicidio. Un personaje que, mientras que David culmina su particular
epopeya retornando a su ‘modélico’ hogar, él busca el sentido de su existencia
y el de su futuro entre el ir y venir de los anónimos usuarios de los
aeropuertos, lugares que se convierten en casillas de protección para Benji. «En
los aeropuertos se conoce a gente piradísima», le asegura a su primo antes de
la despedida final.
Una de las pruebas de fuego de «A
Real Pain» es sustentar la película sobre argumentos actuales tangibles del
holocausto sin caer en lo irreverente o el simple uso de un ‘macguffin’ tan
sensible en aras de hacer crecer el imprevisible personaje protagónico. El
momento más delicado para ello es la visita que el grupo realiza, dentro del
tour previsto, al campo de concentración de Majdanek, en la periferia de la
ciudad de Lublin. Pero el recorrido por las instalaciones de este lugar de
horror y vergüenza no solo es un respetuoso elemento del filme en donde además
no existe ni una sola nota de música a la que sí se recurre en muchos otros momentos del
metraje, sino que hace que el espectador perciba constantemente –y solo en esta
secuencia- los rostros de los protagonistas contemplando los barracones, las
cámaras de gas, las dependencias donde se amontonan miles de zapatos y efectos
personales de los prisioneros…Eisenberg
no convierte al espectador en un visitante más de Majdanek aguardando
expectante las reacciones de Benji como sí sucede durante el resto de su
película, sino que gira su mirada 180 grados y nos convierte en lo que el grupo
contempla, en el resultado de la maldad humana, mientras los protagonistas nos
miran horrorizados, consiguiendo así que, a la vez que acentuamos el dolor por
la mirada que nos penetra, quedemos cosificados en las pruebas de la barbarie
que el hombre es capaz de cometer, de manera que nos transforma en objetos y de
esta manera nos inculpa en ello. Sublime desenlace el de la visita a Majdanek,
cuando la consternación incontrolada se apodera precisamente del visitante que
suponíamos más propenso a desentonar en un lugar de esa naturaleza.
«A Real Pain» es un producto
anacrónico a los tiempos actuales. Hace pensar, cuestiona clichés y,
amargamente, nos hace dudar sobre las decisiones que hoy día, más que nunca y
por razones que deberíamos analizar, tomamos en busca de redimirnos por nuestro
modo de vivir. David regresa a su mundo, Benji al suyo y me temo que el abrazo
final es un efecto placebo sobre las conciencias. Quizás la piedra que
homenajea a la abuela de ambos que David coloca en la puerta de su casa sirva
para conservar la esperanza, pero no son los gestos rituales o para lograr la paz interior los
que cambian el mundo, sino las decisiones valientes y globales. Y estas reflexiones
remueven al espectador como pocas películas lo han hecho en los últimos
tiempos. Y con tan solo un presupuesto de tres millones de dólares, la mitad de
lo que ha costado «Anora», a la que alaban diciendo que es el ejemplo del
triunfo del cine independiente. «Annie Hall», la joya de Woody Allen, ganadora
del Oscar a mejor película en 1978, costó cuatro millones de dólares. Y
parafraseando al cineasta neoyorkino, cuando ves «A Real Pain» no te entran
ganas de invadir Polonia, sino de amarla. En mi caso, aún más.
«A Real Pain» está en cines y en
Amazon Prime en alquiler (marzo de 2025).