A pesar de ser el año en el que la esperanza debe ser inquebrantable, tenía poca fe -perdónenme la puntual incompatibilidad- en volver a verle dentro de apenas tres
semanas. Su última aparición, en el día de la conmemoración de la resurrección de Cristo, revelaba su delicadísimo estado de salud y un físico llamativamente deformado por sus tratamientos entre otros factores.
Francisco ha sido el Papa que la Iglesia necesitaba hace doce años, que necesita en estos tiempos convulsos. El debate sobre sus decisiones, aplaudidas por los sectores más progresistas, y el azote que ha sufrido por parte del tradicionalismo católico, revela la pugna que la Iglesia mantiene sobre su identidad para seguir ejerciendo su papel en el mundo. Nada nuevo desde hace ya muchos años, pero la sensación es que el reloj corre y que el embudo se estrecha en tiempos de excesivo apresuramiento en todo. De ahí la importancia de los momentos, de aquel en 2013 y del que viviremos en breve.
El conservadurismo más influyente moverá ficha para elegir a un Papa de corte clásico que evite las reformas que Francisco inició desde los primeros tiempos de su pontificado. La pregunta es si los cambios pueden evitarse, si realmente la Iglesia no tiene más remedio que mirar hacia adelante si quiere continuar siendo capital en una civilización occidental que se mueve en la frágil línea que separa su ocaso tal como la conocemos o los cambios que la adapten a los nuevos tiempos. Unos cambios que posibilitarían mayor acercamiento de sectores históricamente denostados por la Iglesia, 'ganar adeptos a la causa' si me permiten otra expresión inadecuada, o en todo caso la convivencia y el respeto que evitaría enfrentamientos de los que la Iglesia saldría perdiendo al ser tachada de retrógrada y exclusivista. Nada más que por interés estratégico, necesitamos a un Papa que continúe la línea de Francisco, que sume y no reste, por inclusión o proximidad, evitando además acciones que sirvan de excusas para quienes atacan al catolicismo y para quienes viven permanentemente en el discurso del victimismo.
La Iglesia necesita gente, desmontar el argumentario de quienes la odian y participar activamente en las decisiones de un panorama mundial actualmente aterrador. No solo de palabra, sino también de obra. Si eso es hacer política, hágase. Las últimas palabras del obispo de Roma, como Francisco quería que se le llamase en uno de los gestos por evitar la ostentación de sus títulos, han sido para condenar la incipiente carrera armamentística incluyendo el incremento presupuestario propuesto («¡No más estruendos de armas!») y su defensa de los pobres, las mujeres y los niños. Y un, creo personalmente, que importantísimo mensaje en su homilía para mirar al frente dejando atrás el pasado: «A Cristo no se le puede encerrar en una bonita historia que contar, no se le puede reducir a un héroe del pasado ni pensar en Él como una estatua colocada en la sala de un museo. Al contrario, hay que buscarlo, y por eso no podemos quedarnos inmóviles. Debemos ponernos en movimiento».