Me he llevado cuatro horas sentado frente a una pantalla para ver una serie de la que todo el mundo habla. Quien me conoce en mis tareas relacionadas con el cine sabe de mi negativa a vivir a expensas de capítulos estratégicamente realizados para mantener el interés del espectador.
Yo no veo series. Con la excepción de una o dos a lo largo de tantos años, no he hablado de ellas. Es probable que me acusen de pedantería, pero soy un firme defensor de la idea de que, mientras tenga pendiente de visionar decenas de películas de maestros del cine, no puedo ‘perder el tiempo’ en productos realmente distintos al formato cinematográfico. Entiendo el consumo televisivo diario de millones de hogares que buscan el entretenimiento entre tanto hastío cotidiano que hoy nos apabulla. El espectador quiere escapar mientras gente amargada como yo predicamos en el desierto sobre las diferencias entre espacio-tiempo de una serie con respecto a una película, las formas de rodar y contar o cómo un compositor no puede escribir una banda sonora para algo que dura una hora y media igual que para una decena de capítulos que pueden sumar miles de minutos y contener distintas tramas en espacios temporales sumamente prolongados para estirar el chicle del enganche catódico.
Decía que había empleado cuatro horas para visionar una serie. El éxito es tal que a veces debes subirte al carro para seguir la corriente o te quedas comentando el hallazgo de «La gota escarlata», una de las joyas perdidas de John Ford descubierta en Chile un siglo después de haberse rodado, y terminan leyéndote tres centenares de frikis en peligro de extinción. Personalmente no me preocupan los números ni los likes en redes sociales. Ufanos de gloria y envidiosos los hay a pares y los he tenido cerca. Si fuera así no hablaría de cine en vídeos de 30 minutos de duración como media y pondría ojitos con imágenes filtradas saliendo de la ducha, eso sí, recortando el bidet de la foto. Pero tampoco uno vive del aire, de modo que me he dejado llevar por «Adolescencia», disponible en Netflix. La serie trata sobre el asesinato cometido por un chaval de 13 años sobre una compañera de escuela. La detención de un niño como espectáculo policial, las dudas sobre la autoría, el impacto que produce en la familia y su entorno, las actitudes de los jóvenes en la actualidad respecto a un suceso de tal gravedad o la introducción del espectador en la cabeza de un asesino prematuro gracias al personaje de una psicóloga son ingredientes más que sustanciosos y sólidos como para realizar un producto de éxito.
A «Adolescencia» hay que reconocerle su ordenado desarrollo de la acción. Sus cuatro capítulos están pulcramente compartimentados sinópticamente. El primero se centra en la detención policial, tan barroca para el espectador como rutinaria para sus protagonistas. El segundo es como «La clase», la estupenda película de Laurent Cantet pero con policía en lugar de profesor. El tercero, el más interesante, no da lugar a otro asunto que no sea el tour de force entre la psicóloga Briony Ariston y el joven Jamie, interpretado extraordinariamente por Owen Cooper (este chico debe hacer cine de verdad YA) y el cuarto resuelve la serie con la dureza y el desasosiego de una familia destrozada por lo sucedido, sin llegar a entender qué ha fallado en la educación dada a Jamie para que de su seno salga un asesino. Un capítulo descorazonador, el de mayor carga reflexiva –para mí más incluso que el tercero- con secuencias sublimes, desde el padre lanzando la pintura a su furgoneta para ocultar la pintada que le hicieron a los planos finales con el peluche en la cama de su hijo.
La serie funciona, pero aunque no me crean, yo no he venido aquí a hablar de mi libro, es decir, a hablar de «Adolescencia», sino a corroborar mi frustración con el formato. Este drama áspero y sociológico hubiera sido una magistral película si se hubiera concebido como tal. De esta manera, se hubiera despojado del mal endémico que poseen las series, obligadas por el propio formato en sí y las estrategias comerciales. Son cuatro horas de secuencias innecesariamente prolongadas en el tiempo, imposibles de disimular a pesar de momentos climácicos y que, como toda serie que se precie, solo sirven para mantener enganchados a cuantos espectadores mejor para Netflix (con Brad Pitt como productor ejecutivo en el caso que nos ocupa), consciente de que quien visiona cada hora de capítulo está sentado en su casa y va a ir a mear, mandar whatsapps o a pillar gominolas justo en esos estratégicos momentos inanes de la serie. Hasta en eso «Adolescencia» tiene estupendamente marcados los tiempos muertos que, como digo, son santo y seña de las series televisivas. La peculiar manera de haberse rodado los cuatro capítulos, con planos secuencias tan prolongados que apenas hay varios en cada uno de ellos, no dinamizan el ritmo sino precisamente todo lo contrario, al subjetivar la vista del espectador con una sola opción.
Ejemplos hay bastantes: la redada policial del inicio es eterna. La puesta en escena del alumnado en el segundo capítulo, especialmente la secuencia en el patio y el prototipo de amiga de la víctima, es cansina. Hay momentos vacíos y repetidos en el interrogatorio de la psicóloga en la tercera parte, y el viaje al comercio para comprar la pintura de la familia de Jamie en el capítulo cuarto (¡siete minutos de un solo plano en un vehículo!) y la banalidad de la conversación se hacen desesperantes. No sucede así en el viaje de regreso…
Todas estas circunstancias lastran «Adolescencia» por la sencilla razón de que son consustanciales al espíritu de las series. De modo que, una vez vista y confirmando mi teoría, vuelvo a mi cueva con la esperanza de que Jaime Córdova encuentre otra película perdida de Ford en algún almacén al otro lado del charco o apuntando en el Google Calendar la fecha de renovación de Filmin con su maravillosa oferta de tanto clásico que no podré ver por mil vidas que me concediera Dios o el genio de la lámpara.
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