Imagínese inmerso en uno de esos viajes concertados y grupales en los que se conocen lugares e, ineludiblemente, a personas. Una o dos semanas recorriendo sitios de interés mientras usted trata de congeniar con quienes serán sus compañeros inseparables durante el tiempo que dure el tour en cuestión. La química o la ausencia de ésta entre los miembros del grupo influirán en el grado de satisfacción del viaje. Puede darse el caso de que se cumplan sus objetivos de ampliación del conocimiento, pero de soportar las costumbres, formas de actuar ante situaciones o manías personales de quienes le acompañan no le va a salvar nadie.
Hay viajes con mayor necesidad de introspección y otros en los que socializar no interfiere tanto. Entre estos últimos me he incorporado a varios desplazamientos medianamente extensos en el tiempo a Italia, Francia, Portugal, Marruecos… Cuando he ido a Polonia he preferido hacerlo de manera particular. Si acaso alguna visita explicativa con un pequeño grupo al que no vas a volver a ver al día siguiente. Civitatis y compañías así son ideales para ello. El país centroeuropeo es una tierra sufrida desde hace siglos, castigada por invasiones en su sentido literal y también en el social y el cultural. Los polacos son gente maltratada a lo largo de la historia por su ubicación geográfica y estratégica. «No hace mucho, no muy lejos» rezaba el lema de una exposición sobre los horrores vividos en Auschwitz cuyo estreno mundial tuvo lugar en Madrid en 2018 y posteriormente ha recorrido distintos países. Cuando los soviéticos liberaron a los polacos del tormento nazi, los vecinos del Vístula celebraron una libertad que realmente no les llegó hasta medio siglo después tras la ominosa opresión impuesta por el comunismo. Hablar con un polaco es comprobar que, para ellos, el «No hace mucho, no muy lejos» es aplicable al dominio soviético más que al padecimiento causado por los nazis, que fue intenso pero efímero, en la dilatada historia de esta nación.
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La Krakowska Aleja Gwiazd, a orillas del Vístula, en Cracovia. Placa con las manos de Roman Polanski. |
El aislamiento en todo lo posible para favorecer la reflexión y facilitar el conocimiento de los detalles de hasta dónde es capaz de llegar el ser humano contra sí mismo en su más criminal irracionalidad es necesario para imbuirse de lo que desprenden determinados lugares. De acuerdo, necesitamos concentrarnos en los lienzos del Louvre para percibir su magnificencia. Pero yo les hablo de lo que exhalan otros poros, los más monstruosos que podamos imaginarnos. De aquellos de donde emana tanto horror que es necesario enfrentarnos a él mirándolo a su rostro, frente a frente, para practicar un ejercicio particular y desnudo que nos marque con fuego que aquello jamás debe volver a suceder. Sin distracciones, sin ni siquiera apoyos al lado.
Pues siga imaginando y suponga que en un viaje de este estilo, integrado grupalmente, surge un individuo a contracorriente en sus comportamientos. No le hablo de incivilizado ni tóxico, sino de un imprevisible compañero capaz de movilizar a los componentes del grupo para inmortalizarlos a los pies de un monumento gigante de soldados batallando en una fotografía donde todos adoptan posturas teatrales, casi cómicas, simulando los escorzos de cada estatua, todo ello delante del Monumento al Alzamiento de Varsovia, cuyo carácter triunfal se compatibiliza con el homenaje de los polacos a las víctimas de los alemanes de la época. Horas después, el mismo personaje achaca al grupo viajar en primera clase en tren, con todo lujo de atenciones, en un país en el que los vagones del ferrocarril transportaban, por aquellos mismos raíles, a miles de judíos hacia su destino. «Marchándote a clase turista no vas a encontrar menos dolor», le espeta el señor más mayor del grupo, poco propenso a escudriñar, y mucho menos comprender, los comportamientos de su colega de periplo.
Si todo esto le sucede en algún viaje, sepa que ese compañero que le ha tocado es Benji Kaplan, el protagonista de la excelente película «A Real Pain». A poco del comienzo de la ceremonia de los Oscar de 2025, Kieran Culkin recibía la estatuilla al mejor actor secundario. Respiré profundamente. Al menos se ha hecho justicia en un apartado en unos Oscar vergonzantes, en los que basuras como «La sustancia» o naderías como «Anora» recibieron nominaciones una tras otra e incluso premios mientras una de las mejores películas de 2024, una road movie en toda regla, inteligente y atinadamente conducida sobre caminos guionísticos de extremada delicadeza, había sido ignorada sorprendentemente.
Y es que bajo la excusa de un reencuentro con el pasado familiar, de un viaje desde Estados Unidos a Polonia de dos primos hermanos judíos que se autoredimen en busca de sus orígenes representados en su abuela y en una anónima casa en un suburbio de Varsovia como culmen de la peregrinación, se esconde un filme que muestra dos maneras de ver el mundo, una de ellas propia de un personaje al que posiblemente usted y yo eludiríamos acercarnos si perteneciéramos al grupo, y como antítesis otra visión representada en David Kaplan que no deja de responder a los cánones clásicos –familia modélica, trabajo sobrepasado, modus vivendi teóricamente perfecto- cuyas costuras se descubren por la rebeldía del primero, de un quijote que atisba un autismo en su sinceridad totalmente despojada de reservas, un idealista con un poder de atención y de atracción arrolladora, a pesar de una solo aparente afasia mental. Benji Kaplan tambalea los cimientos del convencionalismo de quienes le rodean, deja agotado a David, que trata de solventar las situaciones provocadas. «Lo quiero y lo odio a la vez», confiesa, mientras en la estupenda secuencia de la cena, su hermano va al baño dedicando sonoros eructos a todos los comensales y cuando regresa se sienta frente a un piano mientras interpreta a Chopin –casi siempre presente musicalmente en la película- descolocando al espectador, especialmente al que se quedó en el envoltorio juzgándolo como un patoso adicto a la marihuana.
«A Real Pain» es una película extrañamente americana y muy europea. Quizás por ello se explique su ninguneo en los Oscar. Tan del viejo continente como el cine de Woody Allen, cuyo espíritu está detrás de un buen puñado de conceptos y situaciones del filme. Me resulta bastante desafortunada la definición de «comedia divertida» que críticos de cierta fama le han impuesto a la película de Jesse Eisenberg. Las situaciones distendidas son solo una excusa para presentar un abrumador grado de dramatismo personal representado en ambos protagonistas, afianzados con mucho tino por las situaciones anímicas de los secundarios del grupo: la separada matrimonialmente que encarna Jennifer Grey (siempre la recordaremos en «Dirty Dancing»), el personaje de Kurt Egyiawan en busca de su identidad religiosa siendo ruandés y convirtiéndose al judaísmo, el tosco personaje encarnado por Daniel Oreskes… Lo comedístico es solo una excusa para tanto trasfondo que alcanza el dolor en la figura protagonística de Benji, que entre las muescas que le han señalado en su vida consta un inconfeso conato de suicidio. Un personaje que, mientras que David culmina su particular epopeya retornando a su ‘modélico’ hogar, él busca el sentido de su existencia y el de su futuro entre el ir y venir de los anónimos usuarios de los aeropuertos, lugares que se convierten en casillas de protección para Benji. «En los aeropuertos se conoce a gente piradísima», le asegura a su primo antes de la despedida final.
Una de las pruebas de fuego de «A
Real Pain» es sustentar la película sobre argumentos actuales tangibles del
holocausto sin caer en lo irreverente o el simple uso de un ‘macguffin’ tan
sensible en aras de hacer crecer el imprevisible personaje protagónico. El
momento más delicado para ello es la visita que el grupo realiza, dentro del
tour previsto, al campo de concentración de Majdanek, en la periferia de la
ciudad de Lublin. Pero el recorrido por las instalaciones de este lugar de
horror y vergüenza no solo es un respetuoso elemento del filme en donde además
no existe ni una sola nota de música a la que sí se recurre en muchos otros momentos del
metraje, sino que hace que el espectador perciba constantemente –y solo en esta
secuencia- los rostros de los protagonistas contemplando los barracones, las
cámaras de gas, las dependencias donde se amontonan miles de zapatos y efectos
personales de los prisioneros… Eisenberg
no convierte al espectador en un visitante más de Majdanek aguardando
expectante las reacciones de Benji como sí sucede durante el resto de su
película, sino que gira su mirada 180 grados y nos convierte en lo que el grupo
contempla, en el resultado de la maldad humana, mientras los protagonistas nos
miran horrorizados, consiguiendo así que, a la vez que acentuamos el dolor por
la mirada que nos penetra, quedemos cosificados en las pruebas de la barbarie
que el hombre es capaz de cometer, de manera que nos transforma en objetos y de
esta manera nos inculpa en ello. Sublime desenlace el de la visita a Majdanek,
cuando la consternación incontrolada se apodera precisamente del visitante que
suponíamos más propenso a desentonar en un lugar de esa naturaleza.
«A Real Pain» es un producto
anacrónico a los tiempos actuales. Hace pensar, cuestiona clichés y,
amargamente, nos hace dudar sobre las decisiones que hoy día, más que nunca y
por razones que deberíamos analizar, tomamos en busca de redimirnos por nuestro
modo de vivir. David regresa a su mundo, Benji al suyo y me temo que el abrazo
final es un efecto placebo sobre las conciencias. Quizás la piedra que
homenajea a la abuela de ambos que David coloca en la puerta de su casa sirva
para conservar la esperanza, pero no son los gestos rituales o para lograr la paz interior los
que cambian el mundo, sino las decisiones valientes y globales. Y estas reflexiones
remueven al espectador como pocas películas lo han hecho en los últimos
tiempos. Y con tan solo un presupuesto de tres millones de dólares, la mitad de
lo que ha costado «Anora», a la que alaban diciendo que es el ejemplo del
triunfo del cine independiente. «Annie Hall», la joya de Woody Allen, ganadora
del Oscar a mejor película en 1978, costó cuatro millones de dólares. Y
parafraseando al cineasta neoyorkino, cuando ves «A Real Pain» no te entran
ganas de invadir Polonia, sino de amarla. En mi caso, aún más.
«A Real Pain» está en cines y en
Amazon Prime en alquiler (marzo de 2025).