martes, 24 de septiembre de 2024

«Segundo premio», la película con la que España quiere ganar el Oscar en 2025



Las desavenencias, el arte mediatizado por los desencuentros y las rupturas son hechos consustanciales a las bandas musicales de todos los tiempos.

Resulta sumamente extraño que los grupos que conforman el olimpo del pop, el rock o cualquier otro género hayan salido indemnes del enfrentamiento entre sus miembros. En algunos casos han existido ceses comunes que han venido a mitificar aún más a esas bandas, en otros han servido para enriquecernos con temas cuyas letras y músicas hablan de nostalgia, tiempos mejores, frustraciones y, en definitiva, de lo idílico, fugaz y perdido por los egos o por la irrupción de elementos tópicamente incentivadores del arte, como el alcohol o las drogas.

Sobre ello trata precisamente «Segundo premio», la película que la Academia de Cine de España ha decidido enviar a los Oscar de Hollywood para lograr la estatuilla a mejor filme de habla no inglesa.

El bastidor cinematográfico sobre el que el director Isaki Lacuesta ha trabajado esta idea universal ha sido «Los planetas», la banda de música indie nacida en los años 90 y que alcanzó cotas de popularidad de gran relevancia en el panorama musical español. La formación sigue viva, pero el axioma expuesto en las primeras líneas de este texto hizo mella en ella como en tantas otras. Así que «Segundo premio» es la excusa (no me atrevo a decir si ideal para el concepto original ni si lo es también para aspirar al Oscar) para contar una historia tan antigua como la música organizada. Por eso, y porque la película hay que venderla para que el público no crea que se trata de una biografía de un grupo cuyo estilo de todas maneras no es mayoritario, el lema del filme está en todas partes, en su cartelera y en su teaser: «Esta no es una película sobre «Los planetas».

Y es cierto por lo razonado anteriormente. Los personajes de un extraordinario Cristalino encarnando al guitarrista de la banda y un distante Daniel Ibáñez bien pudieran ser los de Pink Floyd, Syd Barrett y Roger Waters, cuando el primero no acudía a los ensayos o sobre el escenario se perdía en su particular «Interstellar Overdrive», sin seguir los compases de sus colegas, mirando al vacío hasta que el segundo tuvo que buscar sustituto, y con mucho tacto, encontrándolo en David Gilmour. Así fue un episodio de los más relevantes de la historia de «Los planetas» que Isaki Lacuesta muestra al espectador con la misma paranoia que la que provocan las sustancias en la cabeza del personaje de Florent Muñoz, tan entrañable con Juan Rodríguez ‘Jota’ en una misma secuencia que violento al instante en un bar mientras el resto de gente ni se inmuta cuando ambos se parten la cara en un giro caricaturesco y tarantinesco.

Digo que «Segundo premio» es la historia de la música jerarquizada y de la amistad, de los proyectos comunes pero frustrados, de quien escoge otro camino pero siempre es faro y guía de no se sabe qué (May Oliver en el caso de la banda) pero tan necesario como contarlo en canciones, todo ello rodado con rostros en primer plano muy nítidos y siempre con un aura borrosa (los claros objetivos de expresar y triunfar, lo que rodea que difumina, espesa y trunca), con fundidos de cuerpos que empiezan distantes conversando telefónicamente en imágenes oníricas y simbólicas cinematográficamente excelentes aunque no les iría a la zaga titularlas con el lema reposicional del 2001 de Kubrick, «The Ultimate Trip».

«Segundo premio» fluye –cada fotograma a mejor ante iniciales titubeos- entre lenguaje soez, pero reflexiones protagonísticas expuestas en voz alta al espectador de un valor excepcional para hacer pensar sobre el ser humano, el placer y sacrificio como doble cara consustancial de la amistad y los convencionalismos que debemos vencer. Los mismos que al ver una película imperfecta (demasiado enrocada en sus canciones, confusa en determinadas relaciones, escasamente vocalizada) pero que no deja indiferente y que es una apuesta arriesgada tanto para la Academia de Cine como para el propio espectador. Pero en los tiempos en los que estamos, un boquete es una trinchera.

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