lunes, 19 de agosto de 2024

Las cosas han cambiado


Sí, han cambiado las cosas. Y mucho. Con un ejemplo puedo demostrarlo.

En agosto de 1998, hace ahora nada menos que 26 años, cumplía con aquel ritual que suponía recibir por Correo los paquetes con las bandas sonoras que pedía a las poquísimas distribuidoras especializadas que existían por entonces o a los países de origen donde se editaban los discos.

Bastantes cientos de BSO, durante años, a costa de mi bolsillo desangrado con muchísimo gusto, llegaron a mi centro de trabajo por entonces (era absurdo poner mi domicilio, porque nunca estaba allí) e inmediatamente abría, nervioso, el paquete que contenía un material que solo podía escuchar la audiencia de #UltimoEstreno en los tiempos de la radio.

Fijaos en un detalle en la factura de este paquete, en concreto con dos grandísimas bandas sonoras: «Mulan» llegó a España el 20 de noviembre de 1998 y «Salvar al soldado Ryan» el 18 de septiembre. La película de Disney se estrenó en Estados Unidos el 5 de junio y la de Spielberg el 24 de julio. Ambos compactos llegaron a mis manos el 5 de agosto, es decir, mucho tiempo antes de que se pudieran oír en la película y ya no digamos en un disco si alguien pretendía buscarlo por cauces habituales.

Te gastabas una pasta, pero era como si los Reyes Magos llegaran cada quincena, cada mes. Así se formó poco a poco mi leonera, durante muchos años, un patrimonio que está ahí. Alguno que otro también tiene que tener algo de él, aunque falsuno y copieteado, porque tras el sangrado del bolsillo llegaba el de algún que otro advenedizo. Las cosas de ser uno un ingenuo, por no decir un carajote. Tampoco todo era tan malo en este sentido. Había con quienes se producían compras en común, intercambios, un quid pro quo del que nos beneficiamos mientras aprendíamos mutuamente. Eran los menos de tanta gente que pasó colaborando en el programa. Dos o tres de nada menos que una veintena que tuvieron un micrófono delante durante tantos años. Ellos saben quiénes son. Los malos, que jamás agradecieron nada, y los buenos.

A lo que íbamos: nada podrá igualar aquel placer. Ahora pinchas en YouTube y te bajas lo que quieras. De esto no está libre nadie, ni por supuesto yo. Pero el inconfundible olor del papel del libreto del CD, tan similar a aquellos libros de texto que absorbíamos por la nariz en las vísperas del inicio del colegio; o de la funda del disco de vinilo; o las sensaciones de la primera vez que lo pinchabas aquellas noches de miles de oyentes pendientes de lo último de Alan Menken o, en este caso, Jerry Goldsmith, CINCO MESES antes de que se pudiera oír en España, con el hermético silencio en el estudio durante la emisión del tema principal aguardando las reacciones de la gente... Eso no me lo quita nadie. «Ahora existe internet y ya no hay lugar a mi memoria», dijo en su día Carlos Pumares, pronunciando una de las frases más bonitas que he oído en los últimos tiempos, de boca de quien tuvo la culpa de mi amor por el cine.

Ya apenas compro discos. Si lo hago suelen ser bandas sonoras de épocas pasadas que aún no tengo o muy aisladamente algo actual que me resulte enorme. Fijaos si hace tiempo que lo último fue «Los anillos de poder» de Bear McCreary, y ahora estoy esperando la segunda parte. Desconozco si soy muy selectivo, o me he quedado obsoleto, o tengo otras prioridades económicas. Lo que sí tengo claro es que no echo de menos compartirlo con el resto de la humanidad.

Algunos pueden decir que cómo es posible no comprar bandas sonoras y escribir un libro o artículos sobre música de cine, pero no debemos olvidar que las bandas sonoras se deben a la imagen, y las escuchas aisladas, por mucho que no nos lo creamos, son SECUNDARIAS con respecto al cometido que tiene una banda sonora. Por lo tanto, no es correcto analizar la música de cine sin ver la película en cuestión. Y en ese ámbito, queridos, sigo pegado a una pantalla, visionando todo lo posible mientras, como titulaba el grandísimo Fritz Lang, Nueva York duerme.

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