Me subí a un avión por vez primera para ir a un festival de
cine. En realidad, esta afirmación no es del todo cierta. Viajé a Sitges en
1993 para ver unas cuantas decenas de películas y a Carlos Pumares.
Yo tenía 24 años y en octubre se cumplían precisamente cuatro
desde que comenzara a hacer radio. Cuando Cinesa inauguró el primer multiplex
–como a ellos les gustaba decir- de la provincia de Cádiz en 1992, ya hacía
meses que había entrevistado para mi programa a Ricardo Gil, director de
marketing de la exhibidora que fundara Alfredo Matas y recordado amigo. Gil era
un catalán de pura cepa que descubrió Chiclana y los encantos de su litoral y,
tras cumplir con la misión que le encomendaron, se convirtió en asiduo
visitante de la costa gaditana durante sus vacaciones en familia y en escapadas
en las que no dudaba en acercarse imprevistamente a mi programa. Venía siempre
cargado de entradas que regalar a la audiencia y libros de Ediciones B del
Grupo Zeta con los títulos de las películas que se estrenaban para sortearlos
entre la audiencia. Muchos de mis oyentes lo recordarán. Nos caímos bien, muy
bien, y, entre otras iniciativas conjuntas, acordamos ciclos de películas
emblemáticas y de reciente estreno en su idioma original subtituladas, patrocinados por la emisora de radio. Una noche de principios del verano de 1993,
tras un año en el que los Cines Bahía Sur habían demostrado que la estrategia
de Cinesa para expandirse por el sur había sido todo un acierto, Ricardo me
retó. “Tú lo que tienes que hacer es venirte a Sitges en octubre, que vas a
disfrutar de lo lindo viendo películas”, me dijo. Por entonces, él era el
coordinador de espacios del equipo organizador del festival. Antes de
celebrarse la edición de 1992, me puso en contacto con Joan Lluís Goas,
director del festival desde 1983, a quien entrevisté telefónicamente en los días previos al pistoletazo de inicio del que sería su último año al frente del evento
cinematográfico dedicado al cine fantástico más importante del mundo. Goas
finalizó su tertulia conmigo sobre el futuro del cine del género con una frase
profética: "Dentro de poco se estrena lo que será un auténtico
acontecimiento, ya lo verás: el nuevo Drácula de Coppola, marcará un hito".
El filme llegó a los cines españoles tres meses después, en enero de 1993. No
se equivocó.
El equipo de Festival de Sitges en 1993, en el que figuraba Ricardo Gil como coordinador de Espacios.
El hecho es que aquella noche recogí el guante que me lanzó
Ricardo Gil, escribí al jefe de prensa Xabier Lago solicitando acreditación y
el 16 de agosto recibía una carta concediéndome la credencial y algunas de las
novedades de la XXVI edición, entre ellas un adelanto con las películas ya
confirmadas que participarían en la sección oficial a competición: Orlando, de Sally Potter; Porco Rosso, de Hayao Miyazaki; The Baby of Macon, de Peter Greenaway; Cronos, de Guillermo del Toro…, así
hasta una decena de títulos a los que se unirían otros y un total de siete
preestrenos en Europa o en nuestro país, entre ellos Blanco humano de John Woo o Amor
a quemarropa de Tony Scott, directores que vinieron hasta Sitges para
presentar sus películas. Además de a ellos, aquellos primeros años de mi
presencia en Sitges pude conocer a Don Bluth, Ben Gazzara, Lance Henriksen,
Christopher Coppola, Keir Dullea, Carlo Rambaldi, Quentin Tarantino y los para
mí inmortales Robert Wise o Ray Harryhausen, entre un sinfín de nombres de
personalidades del cine.
Las películas en competición en Sitges de 1993 y los títulos de inauguración y clausura. Se observan apuntes de los días y horas de las proyecciones de prensa.
Pero como decía, y aunque parezca increíble, yo
subí a aquel avión de Iberia el 8 de octubre de 1993 a las 12:40 horas desde
Jerez de la Frontera con destino a Barcelona para, una vez llegara a Sitges,
encontrarme a Carlos Pumares por los pasillos del Hotel Calípolis, donde tenía
reservada mi habitación para los días del festival porque era en este
alojamiento donde Ricardo Gil me había dicho que el creador de Polvo de
estrellas se hospedaba cada año puntualmente para cumplir con la cobertura del
festival. Yo no le conocía, no había intercambiado personalmente con él ni una
sola palabra, pero fue quien en
mis primeros cursos de bachillerato me mantuvo insomne después de descubrir una noche, por
casualidad, que había mucha más radio tras el deporte de José María García.
No voy a contar lo que todo el mundo. Ni las peculiares
maneras de Pumares haciendo su programa, ni anecdotario con su audiencia -no por
reiterado menos recordado- ni lo que se ha dicho de él en estos días tras
conocerse su muerte el pasado 12 de octubre. Sólo comparto vivencias personales
con el único fin de contribuir de alguna manera al acercamiento de la figura de
Carlos a cuantos lo seguían en su condición de oyentes o lectores, a sus
compañeros en diferentes medios y a los amigos que ha dejado.
Un acercamiento que para mí supuso uno de los objetivos más
importantes desde que empecé a hacer radio con sólo 20 años. Ricardo Gil me
prometió presentarme a Pumares, al que conocía sobradamente por razones obvias,
y gracias a Sitges iba a lograr el sueño de estrechar la mano de quien había
encaminado el rumbo de mi vida profesional. Yo era un adolescente que quería ser
como ese señor que hablaba y hablaba sobre películas en la radio con una
desbordada pasión, con unas maneras tan alejadas del encorsetamiento al que se
sometían los locutores que generalmente escuchábamos los jóvenes de la época,
entre los que Los Cuarenta Principales reinaban sin concesiones, y que cada
madrugada me iba descubriendo los secretos de tantas películas que se volvieron
inolvidables para mí gracias a él. Un día decidí ir a la emisora de mi ciudad, creada apenas un par de años antes, a
pedirle a su propietario que me dejara hacer un programa de cine. Jamás pensé que
aquello sería el inicio de casi dos décadas al frente de Último Estreno y toda una vida
marcada por la radio gracias a quien yo quería encontrarme por los pasillos de
aquel cuatro estrellas en pleno paseo marítimo de Sitges, en cuya habitación me
hacía selfies cuando aún no existían como tales, colocando la cámara
temerariamente sobre el televisor, mientras mataba el tiempo encerrado y nervioso esperando el momento de conocerle. Me
prometí que, si las piernas no me flaqueaban, me dirigiría a él para saludarlo
sin esperar a que Ricardo cumpliera con su promesa en cualquier momento en el
que coincidiéramos esa noche durante la sesión inaugural o al día siguiente.
Era tal mi obsesión que, tras un buen rato ojo avizor en el balcón de mi
habitación a ver si llegaba alguien con su silueta o incluso dando vueltas por
el hotel como un despistado espía, me armé de valor y, pasada la media tarde,
agotado ya el plazo previo para organizarse de cara a la inauguración, me dirigí a recepción: “El señor Pumares aún no ha llegado”, me contestaron muy correctamente.
La habitación del Hotel Calípolis, junto al paseo marítimo de Sitges.
Mi gozo era un pozo. Tanto como cuando me atreví a enviar a
Carlos un fax una noche de enero de 1992 –casi dos años antes- cometiendo el
error de hacerlo como presidente del Cine Club Metrópolis que yo había fundado
unos meses atrás, en lugar de hacerlo como profesional de los medios. En
noviembre de 1991 me había puesto en contacto con José Manuel Marchante, con
quien me unía una buena amistad desde varios años antes siendo él director del
festival de Alcances de Cádiz, y a quien, en una de nuestras conversaciones, le
comenté mi admiración por Pumares y mis deseos de que quizá pudiera visitar San
Fernando para protagonizar la presentación pública del nuevo cine club.
Marchante me abrió el camino para ello y ya era mi responsabilidad contactar
con él en unos tiempos en los que no existían los móviles y lo más directo era
el teléfono y el fax. Lo primero me horrorizaba pensando en que Carlos iba a
soltar uno de sus bramidos para, seguidamente, colgarme, a pesar de que José
Manuel ya me había hablado de su bonhomía. Si optaba por ello, me hundía la
vida literalmente, porque yo no estoy hablando de admiración hacia una persona
similar a un fan respecto a un cantante: Pumares no era mi artista favorito,
era quien, inconscientemente, había cambiado mi rumbo para dedicarme a la
comunicación y al mundo del cine. Era la persona que había marcado mi vida
profesional desde aquellas ineludibles citas radiofónicas nocturnas. De manera
que envié un algo extenso fax del que, con el curso de los años y junto con otros
que enviaba ya cuajada nuestra amistad, Carlos se mofaba cariñosamente
diciéndome que “no los leo porque son muy largos y no vas al grano”. En
realidad, sí los leía.
Inicio del fax enviado a José Manuel Marchante tras sus contactos con Pumares.
Primer fax enviado a Pumares proponiéndole su presencia en la inauguración del cine club.
Pumares me ignoró en mi primer intento directo de contacto con él,
como era lógico. ¿Qué veinteañero cretino podía pensar que la estrella de la
crítica cinematográfica radiofónica iba a venir a San Fernando a inaugurar un
cine club formado por jóvenes? Pero la segunda oportunidad que tuve con Ricardo
Gil no la dejé pasar. De manera que ahí estaba yo, en la segunda planta del
Hotel Calípolis de Sitges, con más ilusión por ver a un hombre cano embutido
en su característico impermeable rojo de marca que al mismísimo Don Bluth o a
Tony Scott.
Pumares no llegó hasta el día siguiente, el 9 de octubre. Almorcé en el restaurante del hotel en lugar de cualquier bar del pueblo por si acaso le veía en el comedor. Un consomé, unos escalopines y plátanos fritos con una cerveza Estrella Dorada.
Lo encontré por la tarde en la cola para entrar al Auditori. Me dio pánico acercarme, así que
me hice el loco. Esperaba solo, con cara de pocos amigos y un libro en la mano.
Estaba tan obsesionado con el momento que parecía iba por fin a hacerse realidad que no
recuerdo cuál fue la película que vimos juntos en la misma sala. Estaba sentado algunas filas por delante mía, en su habitual butaca. Cuando terminó la
proyección, Ricardo Gil tuvo la oportunidad de presentarme. Me temblaban hasta
las pestañas. Los días posteriores fueron de una intensa y sibilina estrategia
para ir ganándome su favor. Desconozco el porqué, pero el plan salió bien.
Traté de no parecer lo que no era, ni un pesado recolector de autógrafos ni un
aficionado obseso. Intercambiamos opiniones sobre algunas películas como el que
no quiere la cosa, le lancé la indirecta de que emitía mi programa varias
noches desde el teléfono de la habitación del hotel (como así era realmente) con la
intención de que me pudiera juzgar como un profesional del medio y, al término
del festival, continuamos teniendo contacto hasta el punto de que durante
cuatro años participó como colaborador en los programas especiales de Último
Estreno en las noches de los Oscar –las grabaciones las he subido a mis redes
en varias ocasiones- con la habitual, particularísima, divertida y
extraordinaria manera de decir las cosas que tenía Carlos. En las siguientes ediciones del festival de Sitges comentábamos cosas, veíamos películas juntos... recuerdo sus comentarios jocosos por teléfono cuando semanas antes de su celebración le dije que me había quedado sin sitio en el Calípolis y sólo tenía habitación en otro alojamiento muy peculiar o cuando vimos en 1995 el preestreno de Homicidio en primer grado, la excelente película protagonizada por Kevin Bacon cuya proyección terminó con una de sus exclamaciones en plena sala: "¡¡Está de Óscar!!". Creo que con nosotros estaba Boquerini, no sé si él podría confirmármelo.
En 1995 cumplí aquel sueño que deseé en el lejano 1991 o,
mejor dicho, desde que lo escuché por vez primera. Nuestro aprecio se fraguó
desde Sitges y Carlos accedió amablemente a dar una conferencia el viernes 2 de
junio de 1995 en el Centro Cultural Municipal de San Fernando, organizada por
el cine club Metrópolis, hoy ya extinto, y en la que explicó el porqué el cine
no cumplirá otros cien años más como estábamos celebrando a nivel mundial en
aquellos momentos. Los medios de comunicación, radio, TV y la revista del cine
club se hicieron eco de aquel acto que comenzó a las ocho de la tarde y cuyo debate
posterior con el público que abarrotaba la sala con capacidad para 200 personas
obligó a prolongarlo hasta pasadas las diez y media de la noche, con la
consiguiente bronca que asumí por parte del personal de servicio de las
instalaciones. Una quincena de socios del cine club
fuimos a cenar a un conocido restaurante con un menú que costó 4.000 pesetas
por persona aunque fue un desastre contra todo pronóstico. “José Carlos:
desconfía siempre de los restaurantes que tienen gente muerta enmarcada en las
paredes”, me dijo Carlos con su habitual sabiduría. Al día siguiente nos
desquitamos en otro sitio en la capital gaditana y le dejé en la estación de trenes a las cuatro
de la tarde, rumbo a Madrid, en el Talgo.
Carlos Pumares, durante su conferencia en San Fernando el 2 de junio de 1995.
Imagen de una parte del patio de butacas durante la conferencia de Carlos Pumares.
La propuesta del menú de la cena homenaje a Carlos Pumares tras su conferencia.
Página de la revista del cine club Metrópolis de junio de 1993.
Noticia de Diario de Cádiz varios días después de la conferencia.
Por aquel entonces Carlos ya estaba en Radio Voz, tras el vil
asesinato perpetrado contra Antena 3, el 'antenicidio'. La noche antes de su conferencia le
entrevisté telefónicamente en mi programa de radio para que él mismo la preludiara, tras unos días en los que los medios de comunicación habían ya
venido anunciando el acto. A la semana siguiente de su charla, le pregunté si
le apetecía escribir un artículo para la revista del cine club sobre los cien
años del cine, desde otra perspectiva distinta a la de su disertación. El 3 de
julio de 1995 me contestó con un enigmático fax (como ven, lo de la utilización
de este medio era algo habitual entre nosotros). “Es muy delicado el tema que
tengo que tratar contigo. Casi me da vergüenza (…) ahí te mando el artículo que
me pedisteis”.
Lo llamé por teléfono en cuanto pude para que me comentara
qué ocurría. Carlos me explicó que él, por impartir conferencias como la que
había dado en San Fernando, cobraba. Era lógico. Quería pedirme que no
difundiera bajo ningún concepto que había venido a mi tierra sin cobrarme una
sola peseta, por razones obvias y para evitar agravios comparativos. Desde
entonces, y durante los años en los que acudió a citas de esta naturaleza,
guardé un sepulcral silencio al respecto que hoy, ya, puedo desvelar con la
única intención de dar a conocer cómo era la extraordinaria condición humana y
profesional de quien considero mi maestro desde que yo era un adolescente y cómo fue su trato hacia mi persona.
Cabecera del fax que me remitió Carlos Pumares el 3 de julio de 1995.
Artículo escrito por Carlos Pumares y publicado por la revista del cine club en julio de 1995.
Yo tenía 24 años en Sitges cuando estreché su mano por vez
primera y él cincuenta. Desde entonces hemos intercambiado opiniones, no me ha
dicho “no” a ninguna entrevista ni participación en los programas que hice, me echó en cara hace varios años en Sitges, a través de un amigo común, que no hablara con él con
asiduidad (“Ah sí, ¿ese quién es? Si ya no me llama…”) y nos hemos cruzado mensajes de whatsapp hasta que tuve constancia de que su enfermedad avanzaba inexorablemente.
En septiembre de 2019, Pumares volvía a las ondas, aunque digitales, de la mano
de Capital Radio y del periodista Rafael Cerro Merinero, con un programa
habitual llamado Aquí somos así.
-R.C: Carlos Pumares, bienvenido.
-C. P: ¿Por qué?
-R.C:¡Porque vuelve usted a la radio!
-C. P: Pero la radio ya no es lo que fue.
-R. C: Es que vuelve para volver a ser lo que era.
En este programa, como en varias otras entrevistas que le
hicieron en estos últimos años, Carlos se quejó de algunos que en las redes
sociales han venido utilizando su nombre haciéndose pasar por él o
parodiándole, ya que jamás ha tenido facebook ni twitter. Sin embargo, en
numerosos y confundidos medios de comunicación –otros cambiaron el texto horas
después- aparecía un tuit atribuido a su supuesto perfil que no deja de ser de
los llamados “parodia” como figura en su misma descripción, afirmándose
que había fallecido “tal como ha comunicado su familia a través de de la cuenta
del crítico de cine en X, antes Twitter”. Tras intervenir en Capital Radio aquella tarde del 17 de
septiembre, le escribí trasladándole mi alegría por volverle a escucharlo
públicamente. “Tengo que entrevistarte por ello”, le comenté. “Cuando quieras”,
me contestó.
Supe que Carlos iba perdiendo facultades paulatinamente a
causa de su enfermedad. Distancié mi contacto con él para que recibiera los
cuidados que cada vez necesitaba más, especialmente de su mujer, Carmen Gloria. El pasado 29 de septiembre le escribí
felicitándole por su cumpleaños. “Espero verte en diciembre, iré a Madrid a
dejarte un regalo”, le dije en mi último mensaje. Trece días después, moría en
su domicilio. “Carlos ha fallecido”, me escribía Carmen a
través del propio móvil de su marido. Yo no tenía consuelo durante aquellas
horas en las que muchos amigos me comentaron el obituario pública y privadamente. Cuatro días después,
Carmen me volvía a escribir. “Olvidé decirte que no te contestó porque ya se
encontraba mal. Le hubiera hecho mucha ilusión. Gracias por tu cariño hacia
él”. Le dije a Carlos en el mensaje que iba a ir a Madrid porque era mi deseo entregarle un ejemplar de mi libro Las bandas sonoras para despedir los días, que en estas semanas se encuentra en imprenta y la editorial Círculo Rojo publicará a principios del citado mes. Lo siento mucho, querido amigo: he llegado tarde, aunque no tanto como otros del stablishment que no te han reconocido en vida todo lo que le has dado al séptimo arte y a millones de sus seguidores.
Se ha ido quien me convirtió en un enfervorizado amante de "la cosa esta del cine", guio mis pasos sin saberlo a la hora de escoger mi profesión y me demostró su humildad, su caballerosidad y su
generosidad. Cruel paradoja que haya sido por culpa de esa enfermedad que todo
lo borra, haciendo mella en quien jamás olvidaba los detalles de aquello que más
amaba: las películas que le acompañaron a lo largo de su vida.
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