Esa reacción la volvemos a experimentar, siendo adultos, con otras cosas. Al menos a mí me ocurre. Una de ellas es la de encontrarme en algún lugar de esos que venden cosas dispares un stand en el que un tipo ofrece cientos de discos de vinilo en recipientes de plástico, divididos por estilos musicales con una cartulina amarilla escrita a rotulador.
Cuando las bandas sonoras eran complicadas de encontrar e internet no existía para poder comprarlas, tenías que recurrir a alguna tienda de discos de tu ciudad, en la que entrabas aceleradamente para ir pasando con las manos, uno a uno, aquellos vinilos que extraíamos del cajetín en el caso de que nos interesara y ver así su portada y su contraportada. Encontrabas alguna joya y la comprabas inmediatamente si llevabas dinero o hacías lo imposible por tenerla más tarde. Escondías el disco entre los menos manoseados para que nadie lo descubriera hasta que llegabas más tarde con lo que habías reunido. El de 'cazadores de BSO en tiendas o en los nómadas de discos' era una tarea reservada a quienes éramos unos frikis de la música.
La cosa cambió después. Se perdió la magia del hallazgo, el ritual del vinilo, y el comercio digital permitió comprar lo que quisieras. Así, por ejemplo, llegaban a mi casa, cada agosto, las bandas sonoras del Disney contemporáneo más maravilloso, mientras que la película se estrenaba en España cuatro meses después.
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