No existe director, cineasta en toda su acepción -con permiso de Godard- que, como Pedro Almodóvar, nos haya revelado de una manera tan diáfana sus pasos evolutivos hacia la necesidad de mostrar su desazón interior a golpe de fotograma. Dosificado por películas, en un ‘tour de force’ entre el pasado y el presente introspectivo, el manchego lleva ya un buen puñado de retratos inconfesos de mayor o menor intensidad autobiográfica indagando en sus entrañas, reflejando en pantalla los resultados de la búsqueda de su ser, de sus inquietudes y de su propia transformación.
Desde aquel creador de experimentos
transgresores (‘Pepi Luci Bom…’, ‘Qué hecho yo para merecer esto’) hacia una
etapa intermedia de las relaciones humanas contemplado por el prisma de la
tragedia griega (‘Tacones Lejanos’, ‘Volver’) hasta la crisálida surgida del
proceso que ha supuesto la conversión del director en alguien que ha mudado su
piel habitada para, en el camino de la absoluta madurez, encontrarse delante de
él mismo, preguntarse quién es y compartir con el espectador los momentos íntimos
de su vida, lo que le ha rodeado, sus inquietudes sobre la creatividad, los desencuentros
por los egos, las destrucciones de elementos ajenos que nos sirven de falsas
muletas en momentos de nuestra vida y el reconocimiento de que esa búsqueda de
los recuerdos o esos fantasmas que repentinamente aparecen en la vida se
transforman en la manera útil de redimirse ante las etapas de nuestra
existencia, en las que decidimos darle respuestas terrenales a nuestras
preguntas y ahora contemplamos desde la perspectiva de los años y la
experiencia.
Con ‘Dolor y Gloria’, Almodóvar se coloca delante del túnel
de la luz al final no porque camine hacia ello en el crespúsculo de su carrera,
sino porque dicen que son esos momentos en los que te sales del cuerpo y te
miras desde arriba para recordar, en cuestión de segundos, lo que has sido por
ti mismo y lo que otros han hecho de ti. Al cineasta autometamorfoseado -en el merecido
frontispicio del cine español, contemporáneo, universal, por este orden- ya
solo le interesa ver su propia vida en el visor, compartirla de la mano de los
espectadores, dándonos una butaca privilegiada para que contemplemos –incluso
juzguemos- su interior, hilvanado de una manera absolutamente magistral,
convertido en director de cine frágil y tremendamente sensible a la búsqueda de
esa redención que hablamos anteriormente con una sucesión de personajes que aparecen
gradualmente, tejiendo una historia perfectamente sincronizada, solventando la
complicación del continuo traslado en el tiempo, con momentos absolutamente
espectaculares desde el punto de vista escénico como el monólogo de Asier Etxeandía
ante el lienzo de la pantalla en el que la frase “el cine de mi pueblo olía a
pis, a jazmín y a brisa de verano” se convierte en lo que bien pudiera ser la
primera frase musitada por el director en un doliente flashback, en un viaje
hacia su casilla de salida personal, hacia los orígenes de un cineasta que,
como aseveró Román Gubern, es un nieto de los melodramas americanos de los años
30.
En ‘Dolor y gloria’ hay tal exceso de talento que los
personajes que van apareciendo apabullan hasta confundirnos a la hora de seleccionar
inconscientemente con quién somos capaces de empatizar hasta más allá de la
propia película. Salvador Mallo, encarnado por un inconmensurable Antonio
Banderas; Alberto Crespo que busca sentido a su vida con un nuevo texto de
quien quedó en el camino y ahora vuelve a aparecer en él; la madre de Salvador,
Penélope Cruz, suelta y luchadora, transformada en una Julieta Serrano que en
los minutos que aparece llena la pantalla con sus rosarios y su mortaja en unas
secuencias en las que Almodóvar se hace
sangre a sí mismo al definirse como un mal hijo; Leonardo Sbaraglia en
el reencuentro más honesto y humano de la película, que termina esa noche de la
manera más real posible, y desde luego esa secuencia final que conforma un
plano prolongado que cierra el círculo de la película y que no es otra cosa que
la rúbrica del director, su firma en imagen, al final de una obra grandiosa, el
guiño casi elegíaco de su vida que, no obstante y para nuestra fortuna, sigue
abierto. Como en la propia película a pesar del golpe final de claqueta.
De justicia es también la aportación de Alberto Iglesias al
universo de Almodóvar, el compositor que ha entendido y apostillado con su
música el camino hacia el interior emprendido en su momento por el cineasta. En
una vuelta de tuerca musical de ‘La piel que habito’ –película que preludia
‘Dolor y gloria’ en muchos aspectos-, el piano de Iglesias resulta fascinante
como acompañamiento de los hechos: puerta del tiempo al coro de escolares, a
las dolencias interiores del Mallo, a la adicción abierta de par en par en un ordenador,
al abrupto descubrimiento del sexo. Y el silencio de una pantalla blanca rota
por la mano y la sombra del cineasta con mayúsculas. “Y el cine me salvó…”.
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