Era una feria del Carmen y de la Sal de mediados de los años setenta.
La Misericordia, pionera en montar caseta en el parque Almirante Laulhé, le regaló a mi abuela Catalina un cuadro con la imagen del Señor de la Misericordia por su colaboración con la hermandad de siempre de mi familia (quien está detrás de ella en la foto es mi padre).
Yo, con apenas cinco o seis años, ya intentaba copiar a los mayores, pero como obviamente no me dejaban servir tras la barra ni mucho menos cobrar, me dedicaba a recoger botellines de kas-kola (estuvo de moda unos cuantos años, por desgracia), le daba con un paño a las mesas, avisaba de las bombillas de colores que se fundían en las guirnaldas que colgaban de los eucaliptos que te cuadraban en pleno patio de la caseta o advertía sobre los farolillos que empezaban a tener un color más bien negrucio porque las lámparas que se colocaban dentro eran de 60 watios para arriba. Una temeridad de las muchas de otros tiempos...
La Feria era, tras la Semana Santa, la fecha que esperaba con mayor ilusión. Era genial compartir aquellas noches de verano en la caseta con los niños y niñas de mi edad, ver a la gente agolpada en la puerta para entrar y mirar extrañada porque comenzaban a verse muchos más trajes de faralaes que antes, dar vueltas con nuestros padres para disfrutar de La Ola, El Látigo, El Badén, El Gusano Loco, El Galeón -versión doble y moderna de las antiguas 'Cunitas'-, la Noria, el Canguro, por supuesto los coches de choque...
La Feria estaba marcada en mi calendario anual. Era convivir en hermandad y antes ver a miles de personas subir San Diego, Isaac Peral, camino por la calle Rosario en dirección hacia el Parque. Toda una ciudad movilizada por su fiesta del verano. El Puente Zuazo se veía a lo lejos con colas kilométricas de coches entrando en la ciudad hacia la Magdalena. Y pierdo la cuenta de cuántos años estuve tras la barra de mi caseta, que iba adaptándose a los tiempos que ya, ni por asomo, son los mismos.
He llevado siempre la Feria muy dentro y le he tenido mucho cariño. Cuando han pasado más de cuarenta años desde aquella visión infantil que os contaba, no me podía imaginar que iba a tener la oportunidad y el privilegio de trabajar por mi ciudad en algunos asuntos como, precisamente, la Feria del Carmen y de la Sal.
Hoy, ayudando a ponerla en valor, me he acordado de aquellos años, décadas, recogiendo botellas, sirviendo pinchitos, limpiando las planchas, grabando música salsera en la radio a escondidas para pincharla cuando caía la madrugada, y brindando por nuestros planes futuros con mis amigos de la hermandad, sentados en sillas de tijera. Algunos se cumplieron, otros no. Varios a medias. Pero allí estábamos, donde todos y todas debemos continuar estando para que nuestra feria sea 'La Feria' que siempre fue, adaptada a lo que piden los tiempos actuales.
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