Jamás fui un entusiasta de Blade Runner. Lo repetía una y otra vez en la radio y lo escribía cuando, al amparo de aquel mamotrético y difuso discurso fílmico que el propio Ridley Scott trataba de arrinconar entre sus recuerdos desgraciadamente reales para él, surgían películas con ínfulas de grandilocuencia estéticamente plagadas de humo azul. Fui declarado anatema por quienes sobrevaloraron la secuencia de Rutger Hauer cuando, inventándose el panegírico aquel entre la lluvia y anuncios de neón, lanzó el famoso discurso sobre lo que él había llegado a ver no sé dónde, en la gran puñeta. Con una astuta y engañosa manera de apabullarnos estéticamente, el director de la magistral 'Alien' fue redimido al tiempo de estrenar el filme por un montón de pedantes que se unieron con los años a quienes desde el inicio cayeron en la trampa de un producto visual que hace casi cuarenta años puso los cimientos del engolamiento videográfico y no había manera de lograr que encajaran todas sus piezas, primordialmente las narrativas, porque, sencillamente, hacía aguas en la forma de contarlo. Para cuando convencieron a Scott de que diera su bendición al estreno con el final alternativo preferido por el director, aquello no tenía remedio. ¿Qué obras maestras han necesitado otro desenlace para buscar esta condición de la que su propio creador la despojó nada más nacer?
El lector puede por tanto pensar que no he mostrado el más mínimo interés por su secuela - o mejor dicho, prolongación- puesto que el filme original de que nace ahora este extraordinario viaje iniciático del agente K no se encuentra entre mis obras predilectas. Pero precisamente por ello estaba ávido por visionar un producto al que lo mejor que le ha podido suceder es que no lo haya dirigido Scott, cuyas funciones de productor ejecutivo no parecen haber influido en Villeneuve a la hora de rodarlo (hizo bien en reclamar libertad creativa para hacerla), en el que el director dispone compositiva y milimétricamente cada personaje y objeto que aparece en cuadro, sin que el espectador se pierda visualmente en complejas e innecesarias piruetas. En su ámbito estético, Blade Runner 2049 está hilvanada por fotogramas con los que Villeneuve rinde un extraordinario homenaje a la composición fotográfica. El filme se convierte por ello en una impecable sucesión de elementos con sentido, con lo que la perfección dispositiva supone aun asumiendo el riesgo de un aparente y gélido academicismo. Vitolas que visten, ahora sí, 35 años después, una elegíaca historia extraordinariamente urdida, una amarga búsqueda personal del yo y lo que es el personaje con todo lo que el espectador se identifica porque reúne los ingredientes necesarios para hacerlo: al fin y al cabo, todos queremos saber de dónde procedemos y a todos se nos hace irresistible meter el ocico en culebrones donde se pierden hijos y padres.
Sobrada de minutos como su principal defecto, Blade Runner 2049 es un sólido viaje hacia el autoconocimiento, un 'ultimate trip' kubrickiano en el que se observa el profundo respeto hacia su predecesora, con una acertada banda sonora con la que Hans Zimmer ha decidido prolongar más allá el trabajo de Vangelis con admirable postración hacia la recordada partitura del maestro griego, y con los elementos suficientes como para que los tiempos sobrantes se olviden con secuencias que pasarán a la memoria de la cinematografía contemporánea más exquisita, algunas de ellas en las que la participación de tres personajes es bocado cardenalicio para los amantes del bien cine como algunas preguntas retóricas y reflexiones que no le van a la zaga a algunos de los soliloquios del filme primigenio.
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