No me faltan ganas para resumir lo último de Bayona con una
simpleza a priori nada acorde con una historia compleja. Diría que estamos ante
un niño -vivo retrato de Tom Hanks con cincuenta años menos, a modo de
anécdota- cuya realidad le desborda ante una familia disuelta, una madre
enferma, una abuela como ama de llaves y unos compañeros de colegio que le zurcen al
salir de clase. Nada nuevo ante nuestros ojos a menos que se introduzca el
elemento fantástico para hacer girar la realidad. Y entonces aparece un Ents,
que diría Tolkien, y hace de psicólogo del mocito mientras el realizador trata
de hilvanar todo con el hilo equivocado e insuficiente: edulcorante a raudales
con sus elementos apabullando la vista y el oído del espectador, el regreso a
los (impecables) efectos como fundamento en lugar de accesorio como ya hiciera
en ‘Lo imposible’ o Fernando Velázquez componiendo la banda sonora más audible del
año para acompañar de fondo en cenas románticas.
Sería injusto si me quedara en esta disección de la película
de quien fue capaz de crear ‘El orfanato’, aquella pulcrísima mescolanza entre
lo real y lo fantástico con un traje hecho a medida para el espectador. Bayona
ha cosido abruptamente al monstruo que ha venido a vernos y las costuras dejan
ver a las claras las carencias de un filme que, con la excepción de los no
exigentes, no deja lugar a la lágrima, sino a una tosca relación entre la realidad
y la ficción.
Prefiero avanzar en mi reflexión esperanzado en que Bayona
regrese a los orígenes que le enseñó Guillermo del Toro en 1993, cuando en el
Festival de Sitges el director catalán quedó enmudecido por aquella pequeña
joya que fue ‘Cronos’ y que vimos en la misma sala el día de su estreno. Quizás
la secuela de ‘Jurassic World’ que le ha encomendado Spielberg no sea lo más
adecuado para comprobar si su talento fue flor de un día, máxime cuando el
cineasta norteamericano lo va a poner a llenar de cosas la pantalla, que es lo
que en sus dos últimas películas ha hecho Bayona. Porque este monstruo que arrincona al pequeño
Conor asombra por su fachada ostentórea y se queda a medias por sus fábulas
animadas tan pedantes como inconexas con la realidad de un niño que al final
debe decir la verdad siempre como conclusión de tanto barroquismo mental. Para
tan poco, tantas vueltas. Para este viaje no es menester alforjas, a menos que quieras hacer espectáculo fácil
utilizando traumas que son complicados de engarzar con lo fantástico. A menos
que seas Del Toro y su fauno en el que se mira Bayona en secuencias de una obra
de un aprendiz que no ha respetado, sino incluso dado la vuelta de calcetín, a unas reciente máxima del cineasta mexicano en la que hablaba de elevar "lo banal a lo trascendente" cuando de monstruos se trata.
Con una culminación que me retrotrae irremediablemente al
Kubrick más nefasto como explicador de historias en ‘El resplandor’ en su
resolución –Bayona cambia el cuadro de Nicholson por un álbum fotográfico-, mucho
me temo que el edulcoramiento en pantalla y la casi intocable ternura de las historias
de niñez en el cine como un plus de acercamiento al espectador, terminarán por
convertirnos en monstruos a quienes no entendemos de correcciones políticas en
el cine que nos impida decir la verdad de un producto en realidad gélido y
confuso, cuyo riesgo al abordarlo no debe convertirse en carta blanca hacia
Bayona, y del que al menos debemos aprender una lección: decir siempre la
valiente verdad. De ahí esta reflexión despojada de sentimentalismo, esa peculiaridad sensitiva que, sin
talento y resumido al artificio, jamás funciona.
Guillermo del Toro en Sitges en 1993, momentos después del estreno de 'Cronos'. |
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