Las musas de Antonio Mota han venido para iluminar La Isla, para dotarla
de inteligencia artística. Están presentes en cada rincón en un tour de force protagonístico con el hilo conductor de la película: el flamenco dosificado en el cante, en el baile, en los espacios recónditos donde nace y se desarrolla con el espíritu presencial de Calíope y Terpsícore, adelantadas a sus compañeras en la ciudad donde el cante y la danza tienen formas de quejío y de escorzos desnudos a los ojos del templo de Melkart según el evangelio de un Mota que irrumpe audiovisualmente con una obra tan icónica como visionaria.
Como si la odisea espacial naciera en Venta de Vargas, apabullara el oído
con una señal convertida en guitarra en la Casería, naciera el arte a golpe de
sístole y diástole en el corazón de la cultura escénica isleña -el Teatro de las
Cortes- y finalizara frente al islote donde se ubicó una civilización milenaria que ve nacer una nueva musa
desnuda con la que Mota y su equipo culminan el viaje iniciático comenzado en
los rincones de la ciudad impregnados por la sabiduría de las estatuas del
escultor, convertidas en las madres del origen artístico de La Isla, en el
monolito kubrickiano que ilumina a quienes van pasando por una pantalla de un
cine documentalístico que recuerda a la belleza fotográfica del Storaro del que
disfrutamos en el Saura más dedicado precisamente a mostrar las artes del baile
y del cante.
Han llegado las musas para crear vida, cante y suscitar las ganas de creer en una tierra necesitada de obras que, además de difundir las
excelencias de la zona, sirvan para conducir a los oriundos hacia una necesaria y urgente autoestima. Las musas
de Mota se convierten en un golpe brutal de autovalor a través de una historia
en la que Zaratustra se transforma en un abanico de gargantas y escorzos, donde la palabra no vale nada sin el sonido -más concomitancias con la gran obra de Kubrick, incluida proporción de diálogos- y en la que la inspiración -qué digo, el dios/arte que dota de inteligencia a la humanidad a la orilla de la Atlántida- se encuentra lo mismo sobre unos contenedores subliminales con el apellido del autor que en el lugar desde donde se rige la hora oficial, el tiempo que tan crucial resulta en obras donde la ciencia piruetea más de lo que creemos entre el arte de sus fotogramas.
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