Creo que la palabra 'carajo' es la que más se ha podido leer esta semana en las redes sociales. Miles de internautas se lamentan en facebook y twitter de lo ocurrido con Bárcenas y sus papeles. Otros, situados en la estratosférica política actual, alejados del ciudadano, practican en 'y tú más' y la mayoría contempla, pasmada ante el bochorno, la deriva de un país para llegar a una conclusión expuesta en internet por muchos: este país "se va al carajo".
Tengo un amigo que trabaja en el diseño gráfico y la animación fílmica para Estados Unidos, y lo hace desde San Fernando. Anteayer sentenciaba en su muro de facebook. "Definitivamente, este país se va al carajo". Un periodista de la vieja escuela -con mi edad, lo que hoy día es compatible- también afirmaba que España marcha a pasos agigantados hacia esa zona de castigo de los barcos antiguos donde nadie quería ir porque hacía un frío del carajo y que al parecer ostentaba esa denominación, de ahí que mandar a alguien al carajo sea largarlo lejos, a la parte más alta de un palo desde donde se le ordenaba al marinero problemático divisar lo que observaba en la línea del horizonte. Si hacía niebla, no veía un carajo, dicho sea de paso, aunque estuviera subido en él, connotaciones sexuales aparte.
Debo ser uno de los pocos españoles que no cree que España se vaya al carajo, a pesar de la situación. Mi buen amigo, el escritor Enrique Montiel, expone en su twitter que nuestra "pobre democracia" está haciendo "un papelón estos días mundo adelante", para afirmar que "desde el bochorno de Tejero no ha habido otro mayor". No le sobra razón, pero no nos vamos al carajo con toda seguridad, a pesar de la astracanada que vivimos en un país plagado de gente poco seria, dentro y fuera de los parlamentos, del nacional y de los diecisiete creados porque les sale del carajo a los nacionalistas, entre ellos Arturo Mas, que desconocemos si en su última visita al Rey le ha pedido permiso para desmembrar España y si éste le ha dicho que poco a poco o se colocó en menos que canta un gallo el uniforme de los tres ejércitos para mandarlo a Cataluña de vuelta. Es decir, al carajo.
Mariano Rajoy vive pertrechado en su búnker de cristal con sus generales porque algún descerebrado de los que se dedican a asesorar debe haberle aconsejado que no pise la calle ni para decir "sí, hombre", aunque la expresión se le escapara el otro día subiendo una escalera mecánica. O bajándola, no lo recuerdo. No sé si era un ascensor para el cadalso con la papeleta que se veía venir encima o descendía a los infiernos del silencio divorciado de los gritos de la calle. En todo caso, su exabrupto fue para mandarlo al carajo.
Todo tiene su parte buena, especialmente cuando uno sigue siendo un romántico del periodismo, aun a costa de enamorarme de una cortina como Bécquer. Sustituyo su visillo por las hojas de los periódicos, por el inconfudible olor que en mi ropa dejaban cada noche aquellos cientos de ejemplares amontonados en el archivo que constantemente visitaba diariamente durante tantos años para redactar mis páginas, cuando tras terminar la primera plana y cerraba la redacción cada madrugada, imaginaba que al llegar a casa me sucedería como en aquella película en la que ella le decía, con mirada agridulce: "Hueles a periódico". Aunque hoy día lo hayamos relegado a las pantallas donde se leen tantas imbecilidades, no ha habido más tronío ni reinado del papel prensa en todos estos años que aquella fría mañana de enero en la que El País volvió por sus fueros y movió los cimientos de los gobernantes y los bolsillos de los españoles para buscar un euro y pico con el que agotar la edición. Periodismo puro en todos sus ámbitos. Al carajo lo digital.
Decía que no creo que nos vayamos a buscar a la verga ahora mismo. La gente agota el papel y en los bares se habla del empate del Madrid y el Barça. En Cádiz se ridiculiza a Juan Carlos Aragón por su ejercicio onanista de este año y los angangos, futuro teórico de este país, cuelgan fotos por doquier en redes sociales de sus logros alrededor del Teatro Falla comprando entradas para las semifinales del COAC. No están ajenos a la crisis, muchos no tienen un puesto de trabajo, pero prefieren ver a Carlinhos Brown por la Avenida en verano o emplear el dinero del que disponen en los 35 euros que vale una butaca del Falla para ver un espectáculo en el que pocos ya denuncian con demoledores y efectivos lamentos lo que está sucediendo. Y mientras Rajoy comparece hoy ante su cúpula tras otro cristal que lo 'protegerá' de los periodistas ávidos de saber la verdad, en un monólogo estéril para la transparencia que necesita toda democracia que se precie, decenas de pueblos sacan procesiones por la fiesta de la Candelaria o llevan a sus niños a rituales en un país milagrero y casposo. Nadie va a salir a repetir La Bastilla ni a guillotinar cabezas de urdangarines empalmados porque esta noche hay fútbol otra vez. Y mañana. Y el martes. Y el miércoles. Y el lunes lo inventaremos.
Para irnos, o mandarnos, al carajo.
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