El 19 de marzo siempre fue una fecha señalada en mi familia. 'José Carlos' es un nombre compartido por mi padre y por mí. Mi abuelo paterno se llamaba 'José Luis', aunque no llegué a conocerlo. Durante muchos años era una jornada en la que nos reuníamos para comer entorno a esta festividad que ya hoy no lo es. Hace ya tiempo que, en un alarde de falso progresismo, unos cuantos 'avanzados' sustituyeron fechas marcadas tradicionalmente en el calendario por otras tan apasionantes como el Día de Andalucía o ¿motivaciones? coyunturales políticas que a la gente les importa un carajo.
José y Josefa se llaman en España más del 35% de la población de hombres y mujeres. Con dos cojones, que diría Torrente, de modo que este país y el mundo entero le debe mucho a un nombre que, como otras tantas cosas -y a ver si se enteran de una vez- trascendió hace ya mucho tiempo su acepción religiosa para convertirse en un 'bien' social, cultural y tradicional de España. Si fuera exclusivamente por su sentido pío, tendría mis reservas porque con la historia de San José tendríamos que mantener un intenso debate. O revisarla. Resulta complicado asimilar que tu mujer llegue una noche siendo una niña angelical, te suelte algo así como "¿te frío un huevo pa cenar? Por cierto, estoy preñada porque me lo ha dicho un angelito..." y tú le digas que no pasa nada, que son cosas de Dios y aquí está el tío. O San José era imbécil congénito o el más santo de los santos. En dilucidar esta dicotomía estoy desde que tengo uso de razón.
El caso es que la familia nos reuníamos, mi abuela -en la foto entre mi padre y yo hace la tira de años- hacía arroz con leche y nos dábamos regalos, amén de las horas hablando y haciendo vida social, menos cuando alguna vez coincidía con Domingo de Ramos, que tocaba alcahuciles con chícharos engullidos con nerviosismo y rapidez para ver salir la Borriquita a las cuatro.
Felicidades a todos los pepes.
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