He dejado atrás la apacible estampa en la lejanía, acharolada por ráfagas de un mar dormido, caminando hacia el puente que divide la Casería de la ciudad. Mis manos han temido al frío invernal de estas pasadas semanas, al temblor que indefectiblemente te provoca el dolor del olvido, volviéndose a meter en los bolsillos, buscando cobijo, durante unos minutos. Esta mañana no han hallado en ellos aquellos viejos papeles que hablan de amor y de promesas, de facturas de almuerzos y cenas de confesiones, de compras conjuntas o aquella horquilla encontrada en el suelo del comedor, agazapada en la esquina del sofá, donde hace tan sólo mes y medio nos quitábamos la ropa apasionadamente para hacer el amor sobre la manta naranja extendida en el mármol. Los dedos no han jugado con papeles del pasado porque ya no lastran los bolsillos del abrigo que aún en la solapa izquierda del cuello rezuma olor a perfume caducado. En ellos ya no existe nada, ni siquiera mariposas negras que amenazaban mis noches de tortura, asiendo con los brazos el aire de la nada, labios de histrión musitando frases de otra boca, nombres de fantasmas.
Mis manos han salido de los bolsillos buscando el sol, quizás alentadas por mi rostro, para alzarlas hacia él y sentir el calor de la vida. Me he detenido en el centro del puente para dejarme atrapar por el sordo carrilar de los trenes que dejan atrás Cádiz y marchan repletos de destinos quizás conexos. El futuro es capaz de engarzar en sus cuencas nuestras vidas en un orden que desconocemos y hacer de ellas diamantes lascados por cada sufrir. Ni el golpe más duro acabará, no obstante, con el brillo de su prestancia.
Los sonidos sornos de las ruedas de acero de los vagones, golpeando las uniones de los raíles que dividen destinos, se entremezclaban con el ladrido de dos perros despreocupados que jugaban en lo más angosto del puente. Parecían llevar toda la vida arropándose el uno en el otro, toda la vida en el mismo lugar incluso… Es extraña la confianza del ser humano cuando cree tenerlo todo para siempre.
Un huidizo gato grisáceo de panza blanca cruza la carretera buscando el bajo de un coche abandonado al término del puente, pero el sol es tan apetecible que, en otro gesto de confianza, ha decidido desperezarse en el techo y mirar también al sol mientras olisquea el aire de la mañana más cálida y clara de todo el invierno. Sus ojos me recuerdan a los míos al dejar mi hogar instantes antes, ciegos al mirar de frente lo que descubres en su calor.
Infinidad de sonidos de pájaros, gaviotas buscando la playa, madreselvas dibujadas en el enrejado de un balcón por el que ya asoman sinuosos aromas a puchero y, repentinamente, silencio absoluto en apenas diez segundos. ¿Lo oyes? Es el instante que la vida te da para que la valores. Y tras una sonrisa de esperanza salida de tu inconsciencia, los sonidos regresan a tu mente.
Hoy tengo ganas de vivir y descubrir qué me depara la vida más allá del puente...
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