Durante todos los años que estuve dirigiendo el programa dedicado al cine Último Estreno -desde 1989 a 2005- siempre mantuve el mismo criterio sobre la publicidad en las televisiones públicas. Recuerdo que allá por inicios de los noventa, y de la manera peculiar con la que se realizaba aquel espacio, me dedicada a defender la idea de suprimir los anuncios de la parrilla televisiva y la necesidad de redireccionar el ente público hacia otros derroteros que no fueran competir con las privadas, destinar cantidades millonarias a comprar películas y hacer programas de espectáculos de dudoso gusto y apabullante ampulosidad. Sólo así se convertiría en un verdadero servicio público y se podría mantener su presupuesto. Por entonces me escuchaban, me miraban, como el que oye, como el que ve, a un loco visionario sin remedio.
Han transcurrido casi 20 años y hace apenas varias semanas que he podido ver con satisfacción aquello que defendí denodadamente. Es obvio que una televisión pública sin anuncios no sólo es factible, sino que es lo adecuado. Siempre que tengamos el concepto claro y sepamos cuáles son los objetivos de un servicio de esta índole. A ello se suma un cambio de rumbo en el estilo de programas, unos acertados avances en los servicios informativos -todo ello ya reflejado en el repunte del 'sharing' de espectadores en apenas 14 días- y ya sólo queda que cumplan con algo que también desde los noventa he defendido con uñas y dientes: que respeten al cine y a sus profesionales y emitan las películas en su totalidad, incluyendo los títulos de crédito finales donde no sólo vemos a los que han hecho posible el producto, sino que disfrutamos de la música y somos conscientes de que con nuestros impuestos hemos pagado el filme entero, hasta que finaliza en su totalidad. Y ojo que hay películas que muchos se han perdido porque continúan tras los créditos. ¿Alguien realmente vio cómo termina La misión o El secreto de la pirámide, por poner dos ejemplos?
En la pantalla grande, ahora llega una nueva normativa catalana que me obliga nuevamente a llamar inútiles e ignorantes a sus auspiciadores. Y no lo hago porque sea un firme defensor del idioma patrio español -del que me siento muy orgulloso-, de manera que nadie puede tacharme de retrógrado derechoide. Justo cuando lo que debemos hacer con el paso de los años es respetar al cine y ver las películas en original subtitulado, aún estamos haciendo lo contrario y peleándonos por ver en qué carajo de idioma doblamos. Cualquier doblaje es una mutilación artística, porque ver a Paul Newman con la voz de un currito es una monstruosidad. El debate de "lo bien que se doblan las películas en España" no es el mío porque sencillamente no llego a entrar en él. Por muy acertado que se haga un doblaje, jamás podrá ser igual a la locución del actor. En el colmo de la ignorancia ya hemos escuchado alguna vez eso de "es mejor la voz del doblaje que la del tío que sale". De manera que, y lo digo en 2010, llegará el momento en el que podamos ver el cine en su máxima expresión -es decir, en original subtitulado- o al menos tengamos el mismo derecho de cuota que posee el doblado. ¿A ningún político de los actuales se le ocurre proponer una ley para que al menos el 50% de las películas se emitan en original, en lugar de utilizar el arte para echar leña al fuego de esta torre de Babel?
No hay comentarios:
Publicar un comentario