El viejo maestro forjaba espadas cerca de Ginèvre. Curtido en batallas de la fragua que preludiaban las de los campos abiertos, aún conservaba el espíritu joven casi relegado al olvido de un tiempo acá hasta que en el patio de palacio, tras los fastos conmemorativos de aniversario del reinado, creyó encontrar al alumno ideal para heredar el noble arte del modelado del hierro que reúne a los caballeros en una mesa ovalada, bajo la mirada de los dioses que aguardan la llegada de su día de gloria radiantes ante el sol.
Bastaron apenas unas horas para recopilar toscos fragmentos de hierro atelarañado bajo las vetustas patas de tres mesas con las muescas producidas por mandobles, abalorios de mangos oxidados por la humedad que rezumaban las paredes pétreas donde pendían restos del pasado en forma de leyendas literarias escritas con runas en pergamino ennegrecido y oquedades en la techumbre por donde pirueteaban hilvanes de negras aguas que apelmazaban el heno arrumbado en la esquina, mezclado con la paja para los animales. Aquella casona era el reflejo del espíritu olvidado del herrero, que no dudó en compartir con el joven Arraón los secretos del forjado, para lo que fue necesario trazar un camino de obstáculos, alejar lenguas de serpiente que habitaban el poblado, charlatanes pendencieros y vendedores de bálsamos baratos.
Viriles espadas de argénteos reflejos, empuñaduras talladas sobre el metal a imagen y semejanza de los dedos del aprendiz y opíparas cenas en las que Arraón llegó a sentarse en la mesa como especialista en modelar alfanjes, paso previo a tomar el testigo del anciano; todo ello se contituyeron en diáfanos indicios de que había aparecido la persona adecuada para dejar en sus manos cincuenta años de sacrificada labor.
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Las lluvias habían cesado. Aquella fresca mañana de junio era un claro ejemplo de que la primavera había dado paso al verano hacía apenas varios días. Los haces de luz entraban por la ventana frente al yunque patinado que despedía rabiosos rayos de sol tamizado. El maestro había decidido bajar al zoco con las barricas vacías para colmarlas de agua que sofocara las primeras jornadas de verano que se presentaba caluroso, de cielo de ceniza y bochorno. Hacía horas que había despuntado el sol, podrían ser casi las diez, y decidido a continuar su camino con el resuello recuperado, se detuvo un instante ante una ventana ojival del teatro de comedias. Extrañado por las carcajadas que adivinó desde la callejuela, no pudo reprimir dirigir su mirada al interior donde parecía escenificarse una burda opereta. Entonces contempló a su alumno empuñando la espada que apenas un tiempo atrás le había regalado el anciano tras dos años de trabajo: una erguida y amenazadora hoja labrada con hojas de acanto de 24 kilos de peso con la que el nuevo sastrecillo valiente podría demostrar su valía cuando llegara un momento concreto en el que el callado y aparentemente huraño maestro le cedería todo su taller, sus pertenencias y su alma.
Arraón empuñaba grotescamente la espada mientras bromeaba con ella, bramaba a mandíbula batiente ante las estridentes risas de cuatro deformes de la aldea que jamás habían tenido en sus manos un objeto de tal valor. El joven vociferaba rogando ayuda para conquistar campos de batalla alejado de un maestro “decrépito y aburrido”, desafió a Dios para que le enviara “aventuras” en las que luchar y culminó la sorprendente reunión vendiendo su espada a un cacharrero extranjero experto en el estraperlo del que nunca supo más.
Abatido y con el corazón partido, el anciano aguardó a que su alumno le explicara lo sucedido. Al caer la tarde del duodécimo día, el maestro le rogó que le dijera cuál había sido el destino de su espada. Tras jornadas de silencio hacia su mentor y gritos de fiesta en corrillos de tabernas de cante y de lujuria, el joven Arraón reconoció la venta del preciado regalo de su maestro que, preso de la pena, abandonó apresuradamente la casona para buscar consuelo en sus colegas del gremio.
Transcurrieron dos soles y dos lunas a la intemperie. El barbilampiño Avroal había conocido la traición del discípulo, pero temió por su negocio de hierro azufrado y le confesó al maestro que creyó que era mejor callar. Observando la pena del anciano, le dijo que oyó a Arraón, la noche anterior, pavonearse en la calle empedrada tras el taller tras haberse trazado como objetivo esperar a que el viejo le regalara todas las espadas que había logrado forjar con la ayuda de sus jóvenes manos.
Apenas se sucedieron dos horas más y el maestro vio a su antaño alumno recorriendo las calles con brabucona felicidad rodeado de los cuatro tullidos ociosos. El joven casi rehuyó la mirada de su antiguo maestro y continuó la fiesta pagana mientras sonaban un laúd y una guitarra tocada por una joven mujer a la que Arraón dirigía sus ojos con lascivia mientras recitaba ridículos ripios alabados por una infame corte de descerebrados.
¿Qué fue del anciano maestro? ¿Cómo terminó el impaciente y desagradecido discípulo? El final del cuento es probable que no sea tan dramático. Es tan simple como saber que siempre habrá quienes no merecieron lo que recibieron. Y como no lo valoraron, después regresan a un mundo, su verdadero mundo, del que el ingenuo maestro jamás debió apartar a su pupilo porque es el que realmente le corresponde. Lo del determinismo geográfico impone mucho, y no sólo como concepto espacial,... ¿El anciano? Seguro que aparece su verdadero alumno antes de que fallezca.
Dedicado a todos los que han sentido en sus venas el amargor de la traición.
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