Si terminan de visionar Mamma mía! y están deseando salir corriendo del cine ante el espanto que han sufrido durante casi dos horas, no se vayan todavía. Aún hay más, que decía el pedante Superratón de nuestra tierna infancia.
Tras todo un compendio de muecas y gestos en una de las peores interpretaciones de Meryl Streep en toda su carrera, la horrenda voz del gélido Pierce Brosnan y las tropelías con la cámara cometidas por Phyllida Lloyd, directora de este engendro, queda por ver lo que realmente y con seguridad les provocará la risa nerviosa que dará rienda suelta a la frustración que suscita uno de los peores musicales de todos los tiempos. Así que no se levanten y vean los créditos, algo que no tienen costumbre de hacer, para contemplar al impagable ex 007 vestido al más puro estilo glam setentón, en un homenaje a aquellos años en los que las canciones de Abba arrasaban y ahora, a pesar de su diáfano anacronismo, podían haberse salvado con nota, tal y como se ha hecho con la extraordinaria Hairspray, la enormemente fotografiada Chicago (con su obra maestra de secuencia-clip de Richard Gere con los periodistas marionetas) o Moulin Rouge, el mejor musical contemporáneo del celuloide, ‘verbi gratia’ no sólo al concepto espacial de Baz Luhrmann y a sus intérpretes (Kidman y McGregor sí que sabían cantar), sino también a las extraordinarias adaptaciones del compositor Craig Armstrong.
Lo de Mamma mía! tiene delito. Una amable y divertida historia (una chica trata de saber cuál es su padre antes de su boda e invita a los tres candidatos con los que su madre mantuvo relaciones en una época díscola) ha sido transformada en una sucesión de torpes números musicales, nefastamente dirigidos, carentes de la espacialidad necesaria en determinadas escenas de las secuencias para ofrecer al espectador una visión general, de claras reminiscencias teatrales, imprescinsdibles en el cine musical, un género en el que debe tenerse tino a la hora de manejar tanto las composiciones de los elementos y actorales como el ritmo narrativo, enlazado en este caso por una saturación de canciones negativamente dispuestas, en momentos en los que el espectador requiere diálogos explicativos y protagonizados por intérpretes que han sido asesorados por sus peores enemigos, con especial énfasis en Meryl Streep, que encarna a Donna en el filme, la asombrada madre al contemplar en la boda de su hija a los tres hombres con los que antaño mantuvo su carnal flirteo.
No me cabe la menor duda de que a la Streep la ha vestido alguna de sus oponentes a los Oscar, la ha peinado quien más la odia y, sobre todo, no ha tenido una dirección adecuada que tamice su siempre tendencia a la sobreactuación. Pero resulta obvio que la ¿directora? de esta basura procede del teatro y no es Sydney Pollack cuando supo extraer lo mejor de ella en Memorias de África.Se siguen empeñando en confundir lenguajes, en trasladar el teatro al cine -guiones, músicas, actores- sin llevar a cabo la necesaria transformación que convierta el filme en un producto cinematográfico en lugar de una sucesión de imágenes limitadas tanto como el teatro en sí, un género sin dudas tan atrayente como poco creíble para los que realmente disfrutamos de la gran perspectiva, en tiempo y forma, que nos aporta el celuloide.
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