No hay discusión posible. El invento del siglo no es la televisión, ni las cosas del señor Albert Einstein -las peligrosas y el resto-, ni siquiera las que han hecho posible que avance la medicina. La piedra angular de la sociedad, y aún lo será más en los próximos años, es internet.
A alguien le dio por crear una red mundial de comunicación gracias a un sistema tecnológico que jamás entenderé porque, entre otras limitaciones, tengo la de ser un negado para las cosas de la ciencia. La primera vez que vi un televisor y me explicaron lo del bombardeo de partículas y el tubo catódico me quedé paralizado al aparato como la niña de Poltergueist en la cartelera, tratando de comprender aquello practicando las altaneras enseñanzas de Santo Tomás, es decir, si no toco, no creo.
Cuando apareció el magnetoscopio, vulgo vídeo, fui tan bruto que, al terminar la primera cinta en la que grabé una película -recuerdo que era Excalibur, de John Boorman, esa joya que no hay quien entienda en la última media hora- quise darle la vuelta como los cassettes de música, y al tratar de introducirla por la supuesta cara B, me cargué el arrastre del Sony.
La primera vez que quise jugar con el ZX Spectrum dejé correr la cinta porque creí que no podría continuar masacrando marcianos o recorrer pantallas en el Manic Miner con el hermano del osito de Bimbo -era igual que el pequeño plantígrado del pan de molde- si no permanecía pulsado el Play. Cuando vi que llegaba a su final, me entraron sudores porque me quedaba muy poco para superar mi récord de principiante y de los nervios me cargué aquel frágil teclado de plástico ya en mis primeras partidas.
Con los canales digitales creí que las películas pornográficas eran gratis y que sólo había que pulsar dos teclas para cumplir un mero trámite que supuse servía para obstaculizar su activación por menores. Cuando llegó la factura me costó medio sueldo, aunque eso sí, ellos y ellas ya eran como compañeros de piso, de las veces que salían los mismos actores haciendo de todo.
Bendito invento el de internet con todas sus ventajas hoy día. Ahora nos jactamos de su uso para "enriquecernos culturalmente" (pomposa manera de decir que nos bajamos música, películas y libros por la puta cara) o de las ventajas de disfrutar de banda ancha, que no es una nueva agrupación musical del pueblo, sino algo como un cable que, al ser tan gordo, puede lanzar muchos datos a velocidad de vértigo. Más o menos.
Pero seamos sinceros, la primera vez que allá por mediados de los noventa comenzamos a conocer internet, lo primero que nos llamó la atención fue chatear. Mi abuela no lo comprendía, y su reacción era lógica. Escribir en un teclado y que en tiempo real lo lea una china de Pekín manda cojones. Si estuviera viva ahora le daría un patatús al ver que no sólo escribes, sino que envías fotografías captadas al instante, puedes ver a la china por una cámara sonriendo con los ojos como dos signos de restar y si hay muy buen rollo hasta te enseña las tetas, algo que personalmente no me provoca la más mínima alteración sexual, y no es que no me agraden los pechos de las chinas, sino porque, a pesar de los avances tecnológicos, no deja de verse como si hubieras copiado mil veces una película en video, o la china en cuestión se queda repentinamente como si hubieras pulsado la pausa, más quieta que cualquier protagonista en un capítulo de Doraemon, y ya el rollo, quieras que no, te lo corta.
La cosa es que todos conocimos internet por el chateo, aquello que realmente era tan teóricamente enriquecedor por lo del contacto con los demás para conocer gentes de todos los rincones del planeta y esos tópicos repetidos durante estos años. Por entonces me resultó divertido y los pocos que participábamos de la red aprendimos muchas cosas unos de otros. Incluso de las chinas, aunque más de las sudamericanas.
Transcurrió el tiempo y no volví a un chat de esos. De hecho, cuando hace ya diez años descubrí el primer sitio en internet para chatear, apenas había otro que le hiciera la competencia, uno se llamaba chat.com y era en inglés con unos monigotes que nos representaba a cada internauta conectado, y el otro inforchat.com. Poco más. Después vendría la eclosión de portales, hotmail, su messenguer y toda esa patulea. A excepción del messenguer, me olvidé por completo del chat, hasta que por un casual y al encontrar un viejo papel con unas anotaciones en su margen, recordé que hacía años me inscribí en uno de esos sitios para conversar con el personal y nunca más volví a entrar.
Picado por la curiosidad, anoche recordé aquellos años mozos de intento de hacer amigos, o al menos conocidos, en internet. Aún funcionaba mi nick, si bien me resultó dificultoso adaptarme a tanta modernidad. Ahora no había muñecos, sino fotos pequeñas de gente conectada, funciones a gusto del consumidor para lanzarle un bocinazo al resto del personal, ponerle una cara con cientos de expresiones, grabarle un mensaje de voz, poner una cam (ya nos hemos ahorrado el resto de la palabra en español) o entrar en cientos de habitáculos de sorprendentes nombres: Desde Cofrades de verdad hasta Jovencitas esperándote, pasando por Sólo gays, Teenagers orientales o habitaciones con el nombre de cada ciudad. No quise entrar en Cádiz, no fuera a ser que me encontrara a otro periodista a algún reputado político y, sirviéndose del anonimato, se complicaran las cosas al aflorar secretos inconfesables.
El caso es que esto ha evolucionado una barbaridad, o quizás degenerado, como cada uno entienda lo que puede sucederte en tan sólo diez minutos: repentinamente apareció una colombiana que aseguraba estar enamorada de ti por el mero hecho de desearle buenas noches cometiendo además un error cronológico, porque allí aún están comiéndose el bollycao de la merienda cuando nosotros tiramos al suelo los cojines de encima de la cama para meternos en ella. Logras escabullirte pero otra amable chica te invita a que la agregues al messenguer, lo haces y aparece una foto en una ventana en la que la susodicha se ve ligera de equipaje. El susto no es ese, sino los tres mensajes que te sugiere escribas a un teléfono para que te enseñe el culo, todo ello al módico precio de tres euros. Al decirle amablemente que no me interesa, y en reiteradas ocasiones porque son más pesadas que los del Canal Satélite cuando te quieres dar de baja, termina por insultarte y desaparece. Menos mal.
El hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra... o tres, así que como una tercera chica tenía pinta de buena gente, terminé agregándola a la nómina de mis contactos. Cuando apareció como conectada, si nick era "¿Sabes una cosa? Sonríe porque Cristo te ama/El único que te perdona los pecados". Si no me creen, ahí tienen la foto para comprobarlo. Así que comenzó una retahíla de buenos principios que ni el mismísimo ET a Elliot, para finalizar aquella homilia cibernética con un "Dios te bendiga", algo que no me cuadraba mucho con los tres euros de la anterior. Del frustrado vicio casi pasé a convertirme en una sucursal del Vaticano, y cuando la chica en cuestión comenzaba a explicarme el milagro de los panes y los peces, le mentí -iré al infierno, estoy convencido de ello- y le escribí que el wi-fi me estaba fallando por culpa de una avería de Ono para, finalmente, eliminarla por siempre jamás. Amén.
Aturdido por lo sucedido, un tipo me abrió una ventana en un privado de esos -que así lo llaman- para decirme que soy muy atractivo, por lo que intuí que quería abrirme algo más. A todo ello me pregunté que cómo podía saber de mi supuesta belleza si en el hueco para una imagen personal yo tenía puesto un fotograma de Slot, el dionisíaco protagonista de la película Los Goonies. Como a mí los hombres no me van nada, al igual que los aduladores sin ni siquiera saber cómo eres, lo ignoré aterrorizado y miré mi ordenador por si tenía cámaras sin yo saberlo o el sujeto me lo había hackeado, pero resultó ser que no.
Ante tamaño despropósito más propio de una película de Jerry Zucker y Jim Abrahams, los maestros de Aterriza como puedas o la grandiosa Top Secret, entré en una sala cuyo título era Política, pero no sirvió de nada porque en aquella fiesta particular entre cuatro estaban escribiendo como loros letras de canciones de Pignoise, algo que con tan sólo leerlo, sin necesidad de oírlo, ya me produce náuseas.
Alentado nuevamente por la curiosidad de acceder a las para mí novedosas opciones como ver los perfiles del personal, urgué en tres de ellos en una sala común, pero podía habérmelo ahorrado. Poemas de Bécquer (qué escritor tan chapucero, Dios santo), fotos de hadas rodeadas de estrellas, dragones mitológicos, brujas de disfraces catetos de Carnaval o panorámicas de ciudades. Pues eso, vaya panorámica...
Desconecté sin saber cómo valorar aquello. Creo que volveré a entrar en un chat de esos dentro de otros seis años, a ver los avances de internet cómo se reflejan por entonces. Por ahora seguiré siendo un Paco Martínez Soria de la red, con mi boina y mi blog a cuestas.
Enhorabuena por tu blog. Muy interesante.
ResponderEliminarEn www.anfibioticos.blogspot.com encontraréis esta y otras noticias elaboradas de forma original. Cada día transformamos la actualidad en una historia imaginara.
Vale que La Isla es chica, vale; vale que Cádiz también, vale, pero que yo te haya encontrado aquí me ha dejado con las cannes abiertas, en un vivo sin vivir en mi, vamos... Ahora entiendo que nunca puedas quedar para quererme, tantas cosas que lleva el niño palante. Vaya tela!!!!. De todas formas, aunque no te dejes yo sigo queriendote, aunque me ha encantao que tengas en tus contactos a Heidy (sin admisión, eso sí) y no a tu almodovariana preferida. Anda y date besos de mi parte, ya que no te los dejas dar en persona, eso sí, a la próxima que me falles, te quito el carnet de A.PRO.DA.MI. Avisaito quedas!!!!
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