Con motivo del 540 aniversario del nacimiento de la estirpe cartujana en Jerez de la Frontera, la Yeguada Cartuja Hierro del Bocado, junto con el fotógrafo y gran amigoPaco Martín, han venido desarrollando un proyecto de fotografía llamado «Esencia».
He vivido de cerca lo que mi querido Paco Martín ha trabajado en este proyecto de la mano de la Yeguada y la coordinación de Ángela del Valle. Sus fotografías son siempre espectaculares y lo que ha logrado con bellísimos caballos en lugares dispares es de una calidad extraordinaria.
Y ahora se ha hecho realidad este proyecto en formato de un libro con estas fotografías y textos de nombres como Josefa Parra, Margarita Martín Ortiz, Jesús Rodríguez o Manuel Sotelino.
En las imágenes captadas por Paco Martín aparecen personalidades como Álvaro Domeq en el alcázar jerezano (podéis ver la fotografía adjunta), Paco Cepero, la soprano Maribel Ortega, el compositor Manuel Alejandro, el periodista Paco Lobatón, etc.
El libro «Esencia» se presentó esta pasada semana. No pude asistir a pesar de la invitación, al encontrarme en el Festival de Cine de Sevilla, pero la prensa ya se ha hecho eco de esta puesta de largo que además tendrá continuación: «Esencia» será también una exposición -además con novedosas técnicas para personas con movilidad y capacidades reducidas- y con este proyecto se dará voz a una causa tan necesaria como es la lucha contra el cáncer, destinando un porcentaje del importe de la venta del libro a la Asociación de la Lucha contra el Cáncer de Jerez de la Frontera.
Me emociona ver los éxitos de mis amigos y su trabajo constante por lograr hacer realidad los proyectos que se proponen. Paco Martín además es de esos tíos que, como te despistes, no solo te cuenta otro proyecto más en mente, sino que te involucra en él con una facilidad asombrosa. Claro que, en algún que otro caso, he sido yo el que lo ha metido en un tinglado como la película documental «Los últimos del Tívoli». ¿Por qué? Porque Paco Martín es el mejor fotógrafo del mundo y es mi amigo.
A David Puttnam (Southgate,
Londres, Reino Unido, 1941) le dieron a elegir, en un conocido programa de
radio hace ahora cuarenta años, una limitada y exquisita selección de temas
musicales que se llevaría a una isla desierta. Entre los que seleccionó se
encontraba «When You Wish upon a Star», la extraordinaria canción escrita por
Leigh Harline y Ned Washington en 1940 para la película de Disney «Pinocho».
Otros dos fueron un título de su admirado Elvis Presley y el concierto para
violín en re mayor de Beethoven, «una obra que podría estar escuchando
constantemente», afirmó Puttnam el lunes 11 de noviembre en el marco de la 21ª
edición del Festival de Cine de Sevilla, durante la Master class que el
productor de películas como «El expreso de medianoche», «La misión» o «Carros
de fuego» ofreció bajo el título «Usar la música en el cine».
Con los gustos musicales expuestos, no cabe duda de que
David Puttnam es un melómano empedernido. En ello estriban los motivos por los
que el festival hispalense ha contado con la presencia del cineasta británico
para que diera a conocer la estrecha relación que, a lo largo de su carrera, ha
mantenido con los compositores que eran designados para musicalizar las
películas que producía. Y entre ellas se encuentran cintas capitales con bandas
sonoras que también se han escrito con pentagramas de oro en la historia del
cine gracias al talento de Vangelis, Mark Knopfler, Giorgio Moroder, George
Fenton o Ennio Morricone. «No me gusta emplear la expresión ‘genio’ porque
actualmente se usa demasiado. Pero Ennio sí lo es, hay que decirlo claramente.
Él es un genio», afirmó Puttnam sin contemplaciones cuando, ya en el último
tercio de su clase magistral, explicó el porqué trabajar con el compositor
italiano había sido prácticamente lo mejor de toda su carrera. Su experiencia
compartida con el público se afianzó aún más con las proyecciones de secuencias
de «La misión» o el antológico desenlace de «Hasta que llegó su hora» con la
llegada del ferrocarril mientras Claudia Cardinale luce en su esplendorosa y
enmarañada guapura. Claro que, para culmen de belleza, Morricone en su máximo ejemplo
armónico, eterno y esperanzador, plenamente identificado con todo lo que
representa el personaje protagónico femenino, transformando en magistral un
final que Puttnam calificó de «sublime, que creo que es la palabra española que
lo define».
Y si el dolor de tráquea de emoción contenida hacía acto de
presencia a tenor de algunos rostros entre el público, las emociones fluyeron
en un silencio roto con un explosivo aplauso tras los minutos de proyección de
algunas de las confesiones metodológicas expuestas por el propio Morricone en
el documental «Ennio: el maestro» estrenado poco antes del fallecimiento del
genio italiano, culminadas con varias secuencias más de «La misión». «El doble mordente, el doble giro… La
acciaccatura, la apoyatura. Todos los elementos que enriquecieron la melodía… Y
parecía adecuado darle a la película un motete. Lo increíble es que el tema del
oboe se fusionó con el motete, éste se combinó con la parte étnica, la parte
étnica podía fusionarse con el tema del oboe, así que los temas podían entrelazarse
todos juntos. Todo ocurrió sin
quererlo. Casi como si hubiera algo que me lo susurrara, la música… Su lógica».
Palabra de Morricone en pantalla. Amén.
Pero del maestro romano no solo bebe la felicidad musical
del hombre, por lo que David Puttnam hizo una semblanza sobre su experiencia
con algunos de los compositores más populares mostrados fotográficamente en
pantalla en un panel de diez creadores que han venido musicalizando películas
producidas por el conferenciante. Desde Paul Williams a Enya, pasando por
Rachel Portman o Howard Blake. Y Giorgio Moroder, con el que inició el
recorrido selectivo.
No faltaron las referencias a una celebrada banda sonora que
supuso una ruptura en el clasicismo musical presente en las películas hasta los
años setenta y el triunfo de lo experimental que vino a cambiar conceptos y
estilos. Puttnam justificó el Oscar a la mejor música para Giorgio Moroder en
1978 para «El expreso de medianoche» en base al ritmo que marcaba el score en
el filme, una virtud detectada que provocó que la película se remontara en
parte en función del trabajo hecho por Moroder. Pero también confesó que la
estatuilla para la banda sonora fue colateral, al menos a su juicio. El año
anterior habían nominado «Fiebre del sábado noche» de The Bee Gees, lo que
supuso un escándalo en Hollywood ante el cambio de patrón musical a la hora de
los reconocimientos. Aquello abrió brecha. «Los Bee Gees no ganaron, pero
nosotros fuimos los beneficiarios de todo aquello porque hicimos la primera
partitura electrónica en ganar un Oscar».
Se detuvo con Mark
Knopfler y «Local Hero» (1983), cómo la combinación de la fotografía
degradada al final de la película con la música y los timbres telefónicos se
fusionaron en una perfecta combinación no solo para llevar al público al estado
anímico deseado en el guión, sino también para convencer a la Warner de que el
fundador de Dire Straits era el ideal para aquella pequeña joya de Bill Forsyth,
que no dudó también en mostrar sus reticencias hacia el compositor desde el inicio
del proyecto de su filme. «Yo había oído su disco «Making Movies» (1980) y
pensé que a alguien que había hecho ese trabajo seguramente le gustaría
escribir una banda sonora para el cine –explicó Puttnam-, así que contacté con
él. Fue muy agradable trabajar con Knopfler, pero tuve que organizar muchas
reuniones para llegar a acuerdos entre él y Bill para sacar adelante la
película», apostilló.
Mención especial mereció Vangelis. David Puttnam ya había confesado, en sus comentarios
sobre «El expreso de medianoche», que fue su primera opción para musicalizar la
película de Alan Parker, pero la casa discográfica del compositor griego era un
obstáculo para ello, «de manera que yo necesitaba a alguien que hiciera la
partitura del estilo de Vangelis pero que no fuera él. Moroder era una opción
porque con su discográfica sí podíamos trabajar. Así lo acordamos y trabajó muy
duro, hizo una obra estupenda. Y ya después pudimos establecer un acuerdo con
Vangelis».
Fue entonces cuando
surgió aquella música retenida por millones de espectadores que acompañaba al
grupo de corredores por la playa en los prolegómenos de la historia de «Carros
de fuego» (1981). Puttnam evitó lo que a todas luces hubiera sido una
frustración como productor y, tras años de gestiones intentando fichar al
compositor de «Blade Runner», logró contar con él para un filme que Vangelis
entendió desde el inicio porque su padre era atleta y había fallecido.
“Vangelis quería hacer una especie de tributo hacia su progenitor», explica
Puttnam, revelando que en realidad tanto el tema de inicio de la película como
los créditos finales llegaron a convertirse en inmortales aunque ‘sobre la
bocina’: «Vangelis llegó con el tema, lamentándose que ya era demasiado tarde.
Habíamos musicalizado la película pero, casualmente, nos faltaba incorporar la
música en los créditos iniciales y finales, de manera que acordamos ubicar el
nuevo tema que trajo el compositor para el comienzo del filme». Así fue como
nació uno de los inicios más celebrados de la historia del cine gracias
especialmente al papel de la música de Vangelis.
No faltó la referencia de Puttnam al trabajo que llevó a
cabo con Mike Oldfield. De hecho,
«Los gritos del silencio» («The killing Fields», 1984) ha sido la única banda
sonora que ha compuesto el creador de «Tubular Bells». «Hizo un trabajo
maravilloso, no perfecto porque hay un par de momentos que se podrían haber
hecho mejor las cosas, pero esa partitura fue un reto para él. Estábamos buscando
una partitura que tuviese esa sensación de caos, de terror, con música
electrónica». El productor explicó que en la secuencia de la evacuación de la
ciudad tenía asimilado que emplearían música clásica. «Mike me dijo que le
dejara intentar hacer algo con ella. Y escribió una pieza magnífica, una obra
casi neoclásica perfecta para el momento. Con ello se confirmó que debería
haber confiado en él más de lo que lo hice».
A lo largo de su master class, David Puttnam expresó también
sus consideraciones con ejemplos de músicas de películas ajenas a su
producción, como «Titanic» (1997) o «Star Wars» (1977), esta última aprovechada
para abordar el controvertido asunto de los temptracks o pistas musicales
utilizadas como referencia previas a la música que finalmente escribe el
compositor. Porque el propio Puttnam admitió haber usado diez pistas de
Vangelis para «El expreso de medianoche» (aunque posteriormente tuviera que
remontar el filme, obviamente, ante el brillante trabajo de Moroder). En este
sentido, y refiriéndose a la película de George Lucas, relacionó el punto de
referencia que, según el productor, suponen obras preexistentes como «The Kings
Row» compuesta por Erich W. Korngold para el filme de 1942.
Paralelamente a la ortodoxia del contenido de su clase
magistral, David Puttnam también expresó sus reflexiones u opiniones personales
sobre la perspectiva del productor a la hora de trabajar con los creadores
musicales. En este sentido, aseguró no recordar haber tenido disputas
importantes con compositores. «Yo empleo la palabra control. No es que yo les
controle (el trabajo creativo), es simplemente negociación de poder,
persuasión… tienes el derecho de tener la última palabra y cuando lo ejerces,
vas a tener que estar con una persona que va a seguir peleándose contigo. Pero
sí, yo logré salirme con la mía en mi trabajo, y también cometí errores».
Preguntado por el público sobre el abandono que en el
cine parece existir actualmente respecto a la melodía,Puttnam asintió sobre ello afirmando que “las
bandas sonoras gustan al público, es algo melódico, y parece que se ha
abandonado. Pero volverá. Hay ciertas cosas que no van a irse para siempre”, y
apostilló de manera distendida que, aunque no quisiera que esta afirmación
trascendiera como suya, «mi experiencia con los directores es que tienen unos
ojos maravillosos y unos oídos reguleros. Por eso si se dejan las decisiones
finales en manos de los directores, siempre se terminará con un puzle que no va
a quedar tan redondo», y para acabar de poner el debate sobre la mesa,
compartió una de sus experiencias: «Ridley Scott es un buen amigo. Empezamos
juntos y yo produje «Los duelistas» (1977), su primera película. Solo tuvimos
una pelea. Ridley quería obras de música clásica, era como un puzle, y yo me
sentía en el deber de buscar un compositor (Howard Blake). Siempre le
preguntaba porqué le negaba a un compositor esa oportunidad que él había tenido
como artista de hacer una película de cien minutos con principio y fin».
(Crónica publicada en esta web y en el medio de comunicación especializado 'SoundTrackFest'. Fotografías de Rafa Melgar y JCFM. Vídeo de JCFM. Derechos de autores reservados. Prohibida la reproducción sin citar siempre las fuentes y autores).
La película documental sobre John Williams recién estrenada
en Disney+ no es solo una biografía audiovisual de uno de los compositores más
relevantes de la historia del cine. Es un vehículo, útil y dirigido a un público
emocional más que académico, para que todos vayamos comprendiendo el
fundamental papel narrativo que la música cinematográfica desempeña en una
película, descartando el concepto de que unas pocas notas ejercen de guinda de
un pastel ya presentado, de aderezo suplementario. Todo documental que se
adentre en el sentido de las obras de los autores protagonistas vendrá a
aportar el grano de arena necesario para que entendamos el poder explicativo de
la música hacia la imagen, hasta tal punto de que existen películas que se
sustentan sobre su banda sonora como hilvane narrativo mucho más allá de lo que
aparentemente creemos.
En «La música de John Williams», hay un momento en el que el
compositor, sentado frente a su piano (aparece también así nada más comenzar el
filme, como una diáfana declaración de intenciones del compositor bastión del
clasicismo musical) explica el porqué de las cinco notas que conforman el
conocido tema de «Encuentros en la tercera fase». Podían ser otras, y Williams
podría ordenarlas mediante las miles de combinaciones matemáticas existentes
sobre cinco elementos. Pero tenía que ser la que conocemos porque conforman una
frase que narra a través del lenguaje musical. Y Williams lo explica en el
documental con los mismos ojos ilusionados y rostro de niño que lo hace tocando
con los primeros compases de «Tiburón» causando en Spielberg una desorientación
plasmada en un interrogante: “¿Y con esto, qué pretendes hacer?”, mientras la
respuesta es, únicamente, una sonora y divertida carcajada de un enigmático
maestro que, por entonces, ya superaba los 40 años de edad, venía de ganar un
Oscar y comenzaba a constituir, con un veinteañero, un binomio único y
excepcional en el cine contemporáneo.
Lástima que «La música de John Williams» no se adentre más
en la génesis de icónicas composiciones del maestro. La admiración y el amor
incondicional mostrado por su director y Spielberg y George Lucas como
ideólogos del documental convierten el filme, especialmente a partir de su
mitad, en una sucesión expositiva de sus bandas sonoras más aclamadas, con
dosis testimoniales emotivas como sucede con «La lista de Schindler», pero se
echa en falta incidir más en el porqué en lugar del resultado, algo que casi
solo vemos con lo explicado anteriormente con «Encuentros en la tercera fase».
Quizá, en aras de enganchar a un público más mayoritario, se haya optado por un
crisol de joyas en detrimento de adentrarse académicamente en ellas, con lo que
hubiéramos entendido mucho más el porqué la música de cine es narración y no
aderezo. Pero con lo que ofrece, el documental de Laurent Bouzeró ya es útil y
se convierte en un arma más para seguir luchando por la defensa de una música
de cine que, además del menosprecio congénito que sufre, pasa por momentos de
escasa creatividad. Williams es el único eslabón vivo que une el clasicismo sinfónico
con el cine actual, el hombre que aún compone ante su piano, que pinta a lápiz
en el papel pautado, cuyo estandarte es la orquesta en su máximo exponente,
frente al uso de las nuevas tecnologías y una amenazadora inteligencia
artificial que, paradójicamente, no tendrá jamás la suficiente capacidad para
comprender las cinco notas de «Encuentros…». Y quien nos las explica tiene 92
años a sus espaldas y continúa entre nosotros. ¡Qué privilegio y honor!
Reportaje, a modo de programa de 32 minutos de duración,
sobre «La música de John Williams», en el canal #UltimoEstreno en YouTube en
este enlace:
Ha muerto Quincy Jones. Brillante compositor aunque con especial clarividencia para la producción musical, en mi libro «Las bandas sonoras para despedir los días» le dedico un capítulo en el que invito a los seguidores de la música cinematográfica a reparar en «A sangre fría» (Richard Brooks, 1967) o «El color púrpura», la excepción musical al binomio Steven Spielberg-John Williams no sin cierta polémica.
Os dejo, a modo de homenaje, las dos páginas del libro para que las disfrutéis, en las que se incluye el código QR del vídeo explicativo, y os sirvan de aperitivo si aún no tenéis «Las bandas sonoras para despedir los días», que podéis comprarlo en librerías o a través de la web www.lasbandasonorasparadespedirlosdias.com
Vuelvo del Festival Internacional de Cine de Benalmádena tras vivir uno de los días más felices de mi vida. El Ficcab Benalmadena 2024 ha sido una enorme responsabilidad para mí, porque no todos los días tiene uno la oportunidad de presentar tu libro a las siete de la tarde y tu película dos horas después ante un patio de butacas lleno para ver mi documental 'Los últimos del Tívoli'.
GRACIAS. A Jaime Noguera por contar conmigo como director del festival, presentarme, su buen rollo y su profesionalidad. Al alcalde de Benalmádena, Juan Antonio Lara Martín, y a su equipo de concejales, por tantas palabras de afecto hacia el documental, su amabilidad, la alegría de verme y palpar a su lado, durante la proyección, su sensibilidad hacia quienes anoche fueron para mí los protagonistas de la premier: la plantilla de los trabajadores del Tívoli y especialmente quienes día a día, desde hace cuatro años, resisten en el parque de atracciones para mantenerlo lo mejor posible. Su trabajo, sin recibir nada a cambio, será una maravillosa herencia en la historia de Benalmádena para quien en su momento, y seguro que en breve, vuelva a abrir las puertas del que fue el lugar de las ilusiones de tantos millones de personas.
GRACIAS a Paco Martín y a David Fuentes. El primero, aparte de quien me acompañó en esta aventura con su cámara y sus consejos, es mi amigo. Y los amigos de verdad son sagrados. El segundo es un pedazo de profesional del sonido audiovisual que ha sido un gustazo trabajar con él y verlo implicado al máximo y especialmente impactado por la historia de lo que sucede con el Tívoli.
GRACIAS a cuantos amigos asistieron a la presentación del libro 'Las bandas sonoras para despedir los días' previa a la proyección de la película, y a tantos y tantos que me enviaron mensajes no solo ayer, sino estos meses. Y a mi familia, pendiente de mi felicidad desde la distancia.
GRACIAS A TODOS.
Aquí tenéis un enlace para ver las palabras de presentación de la película, alguna referencia televisiva fotografías y el trailer del filme: https://youtu.be/MTI6hn2o6wo
Hoy hace un año que te fuiste. Esta frase (como siempre, dispuesto a todo lo que te pidiera) fue lo último que me hablaste/escribiste por whatsapp poco antes de tu marcha, cuando íbamos a quedar en Madrid para un proyecto que era la ilusión de mi vida. Después te felicité tu cumpleaños, no me contestaste y, pasadas varias semanas, hace justo doce meses, Carmen me dio la noticia de que acababas de fallecer, diciendo que en el aniversario de tu nacimiento ya estabas mal y no pudiste responderme, "pero le hubiera hecho mucha ilusión".
Parafraseando a Meryl Streep en su última frase en 'Memorias de África', "A Carlos le gustará saberlo. Tengo que acordarme de contárselo".
Quienes nos dedicamos a esto de analizar películas desde hace décadas tenemos la obligación de descifrar los códigos que encierran y hacer de puente entre ellas y los espectadores con el objetivo de que puedan tener en sus manos todas las consignas posibles para entenderlas y sacar a la luz valores o mermas que permitan ampliar valoraciones y hacerlas más justas. Eso es tarea muy complicada y hay que ver el cine con ojos más allá de los de un consumidor de películas habitual. No se es por ello mejor ni peor, simplemente ejerces con los conocimientos con los que te has forjado, con un amplio manejo del análisis, con capacidad periodística y sobre todo dedicarte toda tu vida a ver cine. Mientras otros emplean su tiempo en la noble tarea de leer de madrugada, yo veo dos películas. Mientras otros ven programas de televisión, yo me enchufo mi filmoteca. Mientras otros dedican el domingo a pasear, yo analizo una banda sonora en una cinta perdida en Filmin. Mientras otros se gastan su dinero en vacaciones, yo voy a festivales. Mientras otros pasan las tardes de invierno entre semana con un café con amigos, yo grabo todo lo que ofrece la Escuela de Cine de la UCA. Y mientras otros toman copas un sábado por la noche, yo veo «Megalópolis». No soy ni mejor ni peor, porque hay muchas cosas que puedes hacer perfectamente compatibles. Pero el cine es lo que centra tu vida. Eres distinto, lo más probable es que seas un tipo raro y ello no te confiera buena fama. A mí eso siempre me ha dado igual. Pero no quieras ni siquiera parecerte si no cumples con esa premisa.
Por eso me entra la risa floja con tanto mamarracho abriendo canales en plataformas hablando de películas (siete minutitos diciendo su ficha técnica y algunas gracietas para payasear entre frase y frase) o pontificando en los generalmente absurdos y disparatados grupos de cine en Facebook. No suelo ver esas cretinadas, pero dicen que unas cosas llamadas algoritmos deciden por ti lo que aparece ante tus ojos cuando abres estos medios infectos que son las redes sociales. Ayer me apareció un vídeo de un tipo que titulaba su pantalla de inicio sobre lo último de Coppola como «Mierdópolis». La hizo el día del estreno de la película y en 72 horas tiene doce mil visionados. ¿Es posible hacer un trabajo analítico serio sobre este filme en la misma jornada, prepararlo, montarlo, etalonarlo (sí, yo hago esas cosas, soy así de quisquilloso) y decir algo más allá de que lo último del director de «El padrino» es «un churro»? ¿Dónde puñetas queda el respeto al cine y a un director capital en la historia como es Coppola, independientemente de la calidad de su cinta? ¿Qué buscan esos doce mil sujetos que ven esas cosas?
No tengo ni la más mínima idea. Solo sé que, si no eres el feliz espectador común sino el teórico amargado dedicado a radiografiar películas, tienes la obligación de hacer algo serio si después vas de crítico y encima te quieres acreditar para los festivales a los que vas para hacerte fotitos en lugar de ver seis películas al día y no respirar cumpliendo con el cometido de informar, escribir de madrugada o montar vídeos. Que esto es jodidamente sacrificado si lo quieres hacer bien, por mucho que parezca bonito y todos quieran ser críticos.
Tampoco tengo ni idea –entramos en materia- de porqué Coppola, con una cojonuda idea de paralelizar las intrigas políticas y los egos de la civilización que nos creó con las actuales corrupciones que gobiernan en el mundo, decidió barroquizarlo todo e irse por las ramas con momentos y diálogos que ni los más asiduos consumidores de grifa son capaces de mantener. Pero «Megalópolis» tiene mucha, y difícil, miga. El poder de detener el tiempo, el mayor de todos para lograr la inmortalidad, reflejado en el personaje de César Catilina (Adam Driver); la estopa a la servil prensa actual; la seducción de los profetas modernos recibida especialmente por los primeros planos de niños astutamente colocados por Coppola; el débito hacia otras distopías como «Blade Runner» o «Joker» y técnicamente hacia el uso de su paleta de colores, o la magistral banda sonora del argentino Osvaldo Golijov, tan originariamente europeo y clásico como Miklós Rózsa del que bebe excelentemente en su «Nueva Roma» o su capacidad para narrar musicalmente la utopía discursiva de César Catilina con un enorme tema en el que cuerdas, saxos, flautines respondiendo y trompetas gimiendo juegan como solo los maestros saben situarlos en el pentagrama. También encontramos la huella de Alex North en su excelente «The Catilinarian Conspiracies» como ejemplo más diáfano.
«Megalópolis» es indigesta para el anónimo mortal que acude (aún) al cine, es un ejercicio egoísta de Coppola y por ello el espectador medio no tiene que pedir perdón. Tampoco lo tiene que hacer el director, aunque haya perdido la oportunidad de hacer la obra maestra que hoy día es más necesaria que nunca sobre la indefectible caída de una civilización llena de tarados que menosprecian a un maestro calificando sus películas como mierdas o grabando gilipolleces en un mismo día por mucho que ustedes visionen sus basuras.