El director y productor Robert Zemeckis deja a un lado el espíritu de grandes producciones que lo han llevado a convertirse en un cineasta mainstream («Regreso al futuro», «Forrest Gump», «Contact») para presentarnos en su última película, «Here», una colección de historias cotidianas que tienen un denominador común: todas suceden en una misma casa de estilo colonial americano, en el salón, donde sus residentes, a través de distintas generaciones desde que fuera construida, conviven, ríen, lloran e incluso se casan o mueren.
Un original sistema de apertura de ventanas en pantalla que conduce al espectador a las historias que se intercalan en el tiempo y algunas reflexiones que invitan a pensar sobre el 'carpe diem' son las principales características de un filme con momentos de reflexión solventes pero en general liviano, escasamente profundo y polémico técnicamente por el uso sin límites de la inteligencia artificial en especial para transformar en más jóvenes o envejecer a los actores, especialmente a Tom Hanks.
Pero hay otro aspecto en el que me detengo en el programa-vídeo de #UltimoEstreno recién subido a mi canal: su banda sonora, compuesta por Alan Silvestri, el músico de cabecera de Zemeckis, una obra que algunos especialistas en música cinematográfica comparan con «Forrest Gump»... pero cuyo tema principal al inicio, y que relaciona al espectador con la casa, está claramente inspirado en el que hace ya nada menos que 26 años compusiera la británica Rachel Portman para «Las normas de la casa de la sidra». Parece que muchos no recuerdan aquella BSO de Portman, pero estuvo nominada a los Oscar.
«Here», que ha costado 'nada más' que 45 millones de dólares y ha recaudado apenas quince, está aún en algunos cines y en plataformas como Amazon Prime o Movistar en alquiler.
Os dejo el enlace al vídeo para ver-escuchar la videocrítica pero no me resisto también a la maldad comparativa de sus bandas sonoras en el vídeo que encabeza este texto.
Hace poco comencé a leer «Yo, comandante de Auschwitz». Se trata del libro que compendia los textos
que Rudolf Höss, máxima autoridad del campo de exterminio nazi, escribió en la
cárcel mientras aguardaba la sentencia que lo condenó a la horca en el mismo
lugar donde permitió las atrocidades más ominosas que haya podido sufrir el ser
humano.
El libro fue reeditado en 2022 por Arzalia E. La primera vez
que se publicó fue en 1959, y desde entonces ha tenido numerosas ediciones en
el mundo y varias en España de firmas tan importantes como Ediciones B. No es
hasta bien entrada la lectura del libro cuando el lector encuentra lo que
realmente busca. Es mi primer juicio de valor plasmado en este texto. Dado
el carácter autobiográfico de la obra de Höss, su exposición a lo largo de un
buen número de páginas desde su inicio solo sirve para ubicar los orígenes del personaje
y conocer muchos de sus devaneos, una gran parte de ellos prototipo del joven
alemán imbuido del espíritu bélico de las primeras décadas del siglo XX, en un
contexto que hoy nos resulta incomprensible. Cuando a partir del Anexo I
comienzan a revelarse los detalles de la «solución final del problema judío en
Auschwitz» como así se titula el capítulo, el libro se transforma en un
vehículo de horror, de muy difícil ingesta. Se trata del testimonio, en primera
persona, de un ser abyecto que cuenta con todo lujo de detalles las decisiones
que se van adoptando para borrar del mapa cualquier vestigio de la raza judía
sobre la tierra. «Eichmann me explicó que
se emplearía el método del gas letal. Sería prácticamente imposible eliminar a
las multitudes esperadas por fusilamiento. Si se tenía en cuenta la cantidad de
mujeres y niños, este método sería demasiado pesado para los SS que lo
aplicaran». Con esta pasmosa frialdad,
Höss da inicio a una sucesión de monstruosidades solo aptas para el lector preparado.
La polémica sobre la publicación de «El odio», el libro en
el que Luisgé Martín profundiza en la mente de José Bretón como asesino de sus
dos hijos, me ha trasladado directamente
a «Yo, comandante de Auschwitz». Obviamente no he/hemos leído el libro de
Anagrama, pero ambos coinciden conceptualmente en su génesis si atendemos el
razonamiento que Luisgé Martín está haciendo valer en estas semanas de exposición
de motivos de su nueva obra. «A menudo se
dice que el amor, el poder y el dinero —en ese o en otro orden— mueven el
mundo. Pero yo me inclino a pensar que es más frecuentemente el odio quien lo
hace. Es el que exige menos constancia, el que puede cambiar el rumbo de la
vida con un solo acto».
El odio a los judíos. El odio a su mujer. Höss y Bretón son
dos caras de una misma moneda cuyos dispares contextos no son sino la
justificación para que aflore la vileza humana. Incluso en ambos casos se dan
macabras coincidencias metodológicas, como el uso de la cremación para borrar
lo perpetrado.
Me pregunto si la inclusión del prólogo de Primo Levy en
«Yo, comandante de Auschwitz» se utilizó en su momento para equilibrar y justificar la publicación de la obra de un hombre diabólico. Levy, superviviente del holocausto, preludia un
contenido que se viene difundiendo sin cortapisa alguna desde hace más de
sesenta años a pesar de su crudeza, sin obstáculos en nombre de la ética sino
más bien al contrario, incorporándole a su valor testimonial de primera línea
la condición que poseen los libros ejemplarizantes que evitan que la especie
humana pierda la memoria que ayude a mantenerla en el camino de la ética que
debe regir sus comportamientos. Me resulta impensable que las barbaridades de Höss se hubieran
quedado en los cajones de miles de documentos judiciales como prueba irrefutable
de las atrocidades cometidas excusándose en la analogía entre publicar y hacer
apología del crimen más allá de emplear otros argumentos poco sostenibles como
la crudeza de lo narrado.
Es posible que Luisgé Martín haya equivocado la metodología
para gestar «El odio», especialmente en lo concerniente a obviar a Ruth Ortiz a
la hora de ir de la mano –o al menos darle conocimiento- de su propósito de
exponer las conclusiones de más de tres años en la mente del asesino. Quizá lo
haya hecho sabiendo que la exmujer de Bretón jamás consentiría la publicación
del libro, por lo que el escritor se ha decantado por ningunearla y emprender
una huida hacia adelante esperando salir victorioso del impacto que, como
estamos viendo, supone obviar una parte esencial en lo ocurrido. La pregunta es
hasta qué punto la actitud del escritor es suficientemente grave como para impedir
la publicación de su obra o si realmente es un formalismo erróneamente no llevado
a cabo, un gesto indecoroso pero nunca inmoral. Si «El odio» va a ser una obra
incompleta como ya se está calificando al no contar con los testimonios de la
madre de los niños asesinados, cabe preguntarse también si ello no debe formar
parte de la valoración de su lectura en lugar de utilizarse como motivo para prohibir
su difusión, si es el lector el que debe considerar que la obra adolece de
contenido. Pero para ello, lógicamente, debe tener opción (y derecho) a su lectura. Al
utilizar este argumentario en contra del libro, estamos también obviando la
posibilidad de que Luisgé Martín haya concebido un sicoanálisis literario centrado
exclusivamente en el elemento perturbador para conocer en profundidad el origen
más recóndito del odio encarnado por Bretón. Incluso puede que como lector no
nos interesen los testimonios de terceros a semejanza de un texto documentalístico,
expositor de unos hechos que ya hemos visto por activa y pasiva, sino el
complejo, desasosegador y peligroso camino que nos enfrenta cara a cara a un
solo individuo. Al odio personificado. En este caso, ni siquiera en primera
persona, como ocurría con Rudolf Höss, lo que hubiera dotado de razones de mayor
peso a los partidarios de impedir la distribución del libro al contemplarse la
posibilidad de entenderse desde un intento de expiación del criminal hasta la
apología de sus execrables actos. Pero recordemos que no está escrito por Bretón,
como tampoco los contenidos de los libros se difunden por nuestros hogares como
programas basura gratuitos para el espectador y de fácil acceso a través de la
televisión. Quien no quiere leer un libro, no solo no lo lee, sino que
previamente no acude a la librería en lugar del sofá frente al televisor, no
gasta dinero en él ni emplea semanas o meses en leerlo.
Lo que resulta obvio es que la decisión de permitir publicar
o censurar (es la palabra adecuada, sin paños calientes) «El odio» de Luisgé Martín
va a convertirse en un precedente de gran relevancia para la libertad de
expresión en este país, en tiempos oscuros para la ética pero aún de mayor
fragilidad para las libertades. No olvidemos que la ética nace de una
decisión personal que no puede ser impuesta por nadie y la libertad es el
principal valor para mantener una sociedad igualitaria y justa.
Me he
llevado cuatro horas sentado frente a una pantalla para ver una serie de la que
todo el mundo habla. Quien me conoce en mis tareas relacionadas con el cine sabe
de mi negativa a vivir a expensas de capítulos estratégicamente realizados para
mantener el interés del espectador.
Yo no veo
series. Con la excepción de una o dos a lo
largo de tantos años, no he hablado de ellas. Es probable que me acusen de
pedantería, pero soy un firme defensor de la idea de que, mientras tenga pendiente
de visionar decenas de películas de maestros del cine, no puedo ‘perder el
tiempo’ en productos realmente distintos al formato cinematográfico. Entiendo el
consumo televisivo diario de millones de hogares que buscan el entretenimiento
entre tanto hastío cotidiano que hoy nos apabulla. El espectador quiere escapar
mientras gente amargada como yo predicamos en el desierto sobre las diferencias
entre espacio-tiempo de una serie con respecto a una película, las formas de
rodar y contar o cómo un compositor no puede escribir una banda sonora para algo
que dura una hora y media igual que para una decena de capítulos que pueden sumar
miles de minutos y contener distintas tramas en espacios temporales sumamente
prolongados para estirar el chicle del enganche catódico.
Decía que
había empleado cuatro horas para visionar una serie. El éxito es tal que a
veces debes subirte al carro para seguir la corriente o te quedas comentando el
hallazgo de «La gota escarlata», una de las joyas perdidas de John Ford descubierta
en Chile un siglo después de haberse rodado, y terminan leyéndote tres
centenares de frikis en peligro de extinción. Personalmente no me preocupan los
números ni los likes en redes sociales.
Ufanos de gloria y envidiosos los hay a pares y los he tenido cerca. Si fuera
así no hablaría de cine en vídeos de 30 minutos de duración como media y
pondría ojitos con imágenes filtradas saliendo de la ducha, eso sí, recortando el
bidet de la foto. Pero tampoco uno vive del aire, de modo que me he dejado
llevar por «Adolescencia», disponible en Netflix. La serie trata sobre el
asesinato cometido por un chaval de 13 años sobre una compañera de escuela. La
detención de un niño como espectáculo policial, las dudas sobre la autoría, el
impacto que produce en la familia y su entorno, las actitudes de los jóvenes en
la actualidad respecto a un suceso de tal gravedad o la introducción del
espectador en la cabeza de un asesino prematuro gracias al personaje de una
psicóloga son ingredientes más que sustanciosos y sólidos como para realizar un
producto de éxito.
A
«Adolescencia» hay que reconocerle su ordenado desarrollo de la acción. Sus cuatro
capítulos están pulcramente compartimentados sinópticamente. El primero se centra
en la detención policial, tan barroca para el espectador como rutinaria para
sus protagonistas. El segundo es como «La clase», la estupenda película de
Laurent Cantet pero con policía en lugar de profesor. El tercero, el más
interesante, no da lugar a otro asunto que no sea el tour de force entre la psicóloga Briony Ariston y el joven Jamie,
interpretado extraordinariamente por Owen Cooper (este chico debe hacer cine de
verdad YA) y el cuarto resuelve la serie con la dureza y el desasosiego de una
familia destrozada por lo sucedido, sin llegar a entender qué ha fallado en la
educación dada a Jamie para que de su seno salga un asesino. Un capítulo
descorazonador, el de mayor carga reflexiva –para mí más incluso que el
tercero- con secuencias sublimes, desde el padre lanzando la pintura a su
furgoneta para ocultar la pintada que le hicieron a los planos finales con el peluche
en la cama de su hijo.
La serie funciona,
pero aunque no me crean, yo no he venido aquí a hablar de mi libro, es decir, a
hablar de «Adolescencia», sino a corroborar mi frustración con el formato. Este
drama áspero y sociológico hubiera sido una magistral película si se hubiera
concebido como tal. De esta manera, se hubiera despojado del mal endémico que
poseen las series, obligadas por el propio formato en sí y las estrategias
comerciales. Son cuatro horas de secuencias innecesariamente prolongadas en el
tiempo, imposibles de disimular a pesar de momentos climácicos y que, como toda
serie que se precie, solo sirven para mantener enganchados a cuantos
espectadores mejor para Netflix (con Brad Pitt como productor ejecutivo en el
caso que nos ocupa), consciente de que quien visiona cada hora de capítulo está
sentado en su casa y va a ir a mear, mandar whatsapps o a pillar gominolas
justo en esos estratégicos momentos inanes de la serie. Hasta en eso
«Adolescencia» tiene estupendamente marcados los tiempos muertos que, como
digo, son santo y seña de las series televisivas. La peculiar manera de haberse
rodado los cuatro capítulos, con planos secuencias tan prolongados que apenas
hay varios en cada uno de ellos, no dinamizan el ritmo sino precisamente todo
lo contrario, al subjetivar la vista del espectador con una sola opción.
Ejemplos hay
bastantes: la redada policial del inicio es eterna. La puesta en escena del alumnado
en el segundo capítulo, especialmente la secuencia en el patio y el prototipo
de amiga de la víctima, es cansina. Hay momentos vacíos y repetidos en el
interrogatorio de la psicóloga en la tercera parte, y el viaje al comercio para
comprar la pintura de la familia de Jamie en el capítulo cuarto (¡siete minutos
de un solo plano en un vehículo!) y la banalidad de la conversación se hacen
desesperantes. No sucede así en el viaje de regreso…
Todas estas
circunstancias lastran «Adolescencia» por la sencilla razón de que son
consustanciales al espíritu de las series. De modo que, una vez vista y
confirmando mi teoría, vuelvo a mi cueva con la esperanza de que Jaime Córdova
encuentre otra película perdida de Ford en algún almacén al otro lado del
charco o apuntando en el Google Calendar la fecha de renovación de Filmin con
su maravillosa oferta de tanto clásico que no podré ver por mil vidas que me
concediera Dios o el genio de la lámpara.
Han pasado años de predicamento en el desierto para que, poco a poco, el cine y sobre todo su música vayan ocupando el lugar que les corresponde en ámbitos como el universitario y la enseñanza en general.
Así que yo estoy muy feliz de que en apenas varias semanas esto sea una extraordinaria locura aunque coincidan prácticamente en el tiempo. En Sevilla tenemos dos interesantes opciones gracias a las I Jornadas de Historia y Cine el 27, 28 de marzo, 3 y 4 de abril y el III Seminario de Historia y Teoría de la Música de Cine los días 7, 8 y 9 de abril. En el primero se analizarán joyas como Ben-Hur, Espartaco o la catedral gótica de Notre-Dame a través de la estupenda película de Disney de 1996, disertación que correrá a cargo de Lucía Pérez García que abordará la música de Morricone para «La misión» una semana después. Y en el Seminario del 7 al 9 de abril también hay que estar para escuchar las aportaciones de amigos como Conrado Xalabardero Andrés Valverde, entre otros.
Por si fuera poco, la programación de «Notas en conexión» en Tenerife, del 24 al 26 de marzo, es extraordinaria, al tratar temas como la psicología en la música de cine, la narrativa musical, los procesos de producción, la interacción música-imagen... Lo de Tenerife es LA REPERA con compositores como Iván Palomares, Zacarías de la Riva, Fernando Ortí Salvador, etc.
¡Me llega todo esto y me entran ansias por convertirme en Supermán III para duplicarme! En estos días hablaremos con los organizadores más profundamente.
Imagínese inmerso en uno de esos viajes concertados y
grupales en los que se conocen lugares e, ineludiblemente, a personas. Una o dos
semanas recorriendo sitios de interés mientras usted trata de congeniar con
quienes serán sus compañeros inseparables durante el tiempo que dure el tour en
cuestión. La química o la ausencia de ésta entre los miembros del grupo
influirán en el grado de satisfacción del viaje. Puede darse el caso de que se
cumplan sus objetivos de ampliación del conocimiento, pero de soportar las
costumbres, formas de actuar ante situaciones o manías personales de quienes le
acompañan no le va a salvar nadie.
Hay viajes con mayor necesidad de introspección y otros en
los que socializar no interfiere tanto. Entre estos últimos me he incorporado a
varios desplazamientos medianamente extensos en el tiempo a Italia, Francia,
Portugal, Marruecos… Cuando he ido a Polonia he preferido hacerlo de manera
particular. Si acaso alguna visita explicativa con un pequeño grupo al que no
vas a volver a ver al día siguiente. Civitatis y compañías así son ideales para
ello. El país centroeuropeo es una tierra sufrida desde hace siglos, castigada
por invasiones en su sentido literal y también en el social y el cultural. Los
polacos son gente maltratada a lo largo de la historia por su ubicación
geográfica y estratégica. «No hace mucho, no muy lejos» rezaba el lema de una
exposición sobre los horrores vividos en Auschwitz cuyo estreno mundial tuvo lugar
en Madrid en 2018 y posteriormente ha recorrido distintos países. Cuando los
soviéticos liberaron a los polacos del tormento nazi, los vecinos del Vístula
celebraron una libertad que realmente no les llegó hasta medio siglo después
tras la ominosa opresión impuesta por el comunismo. Hablar con un polaco es
comprobar que, para ellos, el «No hace mucho, no muy lejos» es aplicable al
dominio soviético más que al padecimiento causado por los nazis, que fue
intenso pero efímero, en la dilatada historia de esta nación.
La Krakowska Aleja Gwiazd, a orillas del Vístula, en Cracovia. Placa con las manos de Roman Polanski.
El aislamiento en todo lo posible para favorecer la reflexión y
facilitar el conocimiento de los detalles de hasta dónde es capaz de llegar el
ser humano contra sí mismo en su más criminal irracionalidad es necesario para
imbuirse de lo que desprenden determinados lugares. De acuerdo, necesitamos
concentrarnos en los lienzos del Louvre para percibir su magnificencia.
Pero yo les hablo de lo que exhalan otros poros, los más monstruosos que
podamos imaginarnos. De aquellos de donde emana tanto horror que es necesario
enfrentarnos a él mirándolo a su rostro, frente a frente, para practicar un
ejercicio particular y desnudo que nos marque con fuego que aquello jamás debe
volver a suceder. Sin distracciones, sin ni siquiera apoyos al lado.
Pues siga imaginando y suponga que en un viaje de este
estilo, integrado grupalmente, surge un individuo a contracorriente en sus
comportamientos. No le hablo de incivilizado ni tóxico, sino de un
imprevisible compañero capaz de movilizar a los componentes del grupo para inmortalizarlos a los pies de un monumento gigante de soldados batallando en una fotografía
donde todos adoptan posturas teatrales, casi cómicas, simulando los escorzos de
cada estatua, todo ello delante del Monumento al Alzamiento de Varsovia, cuyo
carácter triunfal se compatibiliza con el homenaje de los polacos a las víctimas de
los alemanes de la época. Horas después, el mismo personaje achaca al grupo
viajar en primera clase en tren, con todo lujo de atenciones, en un país en el
que los vagones del ferrocarril transportaban, por aquellos mismos raíles, a
miles de judíos hacia su destino. «Marchándote a clase turista no vas a encontrar
menos dolor», le espeta el señor más mayor del grupo, poco propenso a escudriñar,
y mucho menos comprender, los comportamientos de su colega de periplo.
Si todo esto le sucede en algún viaje, sepa que ese compañero que le
ha tocado es Benji Kaplan, el protagonista de la excelente película «A Real
Pain». A poco del comienzo de la ceremonia de los Oscar de 2025, Kieran Culkin
recibía la estatuilla al mejor actor secundario. Respiré profundamente. Al
menos se ha hecho justicia en un apartado en unos Oscar vergonzantes, en los
que basuras como «La sustancia» o naderías como «Anora» recibieron nominaciones
una tras otra e incluso premios mientras una de las mejores películas de 2024,
una road movie en toda regla, inteligente y atinadamente conducida sobre
caminos guionísticos de extremada delicadeza, había sido ignorada
sorprendentemente.
Y es que bajo la excusa de un reencuentro con el pasado
familiar, de un viaje desde Estados Unidos a Polonia de dos primos hermanos
judíos que se autoredimen en busca de sus orígenes representados en su abuela y
en una anónima casa en un suburbio de Varsovia como culmen de la peregrinación,
se esconde un filme que muestra dos maneras de ver el mundo, una de ellas
propia de un personaje al que posiblemente usted y yo eludiríamos acercarnos si
perteneciéramos al grupo, y como antítesis otra visión representada en David
Kaplan que no deja de responder a los cánones clásicos –familia modélica,
trabajo sobrepasado, modus vivendi teóricamente perfecto- cuyas costuras se
descubren por la rebeldía del primero, de un quijote que atisba un autismo en
su sinceridad totalmente despojada de reservas, un idealista con un poder de
atención y de atracción arrolladora, a pesar de una solo aparente afasia
mental. Benji Kaplan tambalea los cimientos del convencionalismo de quienes le
rodean, deja agotado a David, que trata de solventar las situaciones
provocadas. «Lo quiero y lo odio a la vez», confiesa, mientras en la estupenda
secuencia de la cena, su hermano va al baño dedicando sonoros eructos a todos
los comensales y cuando regresa se sienta frente a un piano mientras interpreta
a Chopin –casi siempre presente musicalmente en la película- descolocando al
espectador, especialmente al que se quedó en el envoltorio juzgándolo como un
patoso adicto a la marihuana.
«A Real Pain» es una película extrañamente americana y muy
europea. Quizás por ello se explique su ninguneo en los Oscar. Tan del viejo
continente como el cine de Woody Allen, cuyo espíritu está detrás de un buen
puñado de conceptos y situaciones del filme. Me resulta bastante desafortunada
la definición de «comedia divertida» que críticos de cierta fama le han
impuesto a la película de Jesse Eisenberg. Las situaciones distendidas son solo
una excusa para presentar un abrumador grado de dramatismo personal
representado en ambos protagonistas, afianzados con mucho tino por las
situaciones anímicas de los secundarios del grupo: la separada matrimonialmente
que encarna Jennifer Grey (siempre la recordaremos en «Dirty Dancing»), el
personaje de Kurt Egyiawan en
busca de su identidad religiosa siendo ruandés y convirtiéndose al judaísmo, el
tosco personaje encarnado por Daniel Oreskes… Lo comedístico es solo una
excusa para tanto trasfondo que alcanza el dolor en la figura protagonística de
Benji, que entre las muescas que le han señalado en su vida consta un inconfeso
conato de suicidio. Un personaje que, mientras que David culmina su particular
epopeya retornando a su ‘modélico’ hogar, él busca el sentido de su existencia
y el de su futuro entre el ir y venir de los anónimos usuarios de los
aeropuertos, lugares que se convierten en casillas de protección para Benji. «En
los aeropuertos se conoce a gente piradísima», le asegura a su primo antes de
la despedida final.
Una de las pruebas de fuego de «A
Real Pain» es sustentar la película sobre argumentos actuales tangibles del
holocausto sin caer en lo irreverente o el simple uso de un ‘macguffin’ tan
sensible en aras de hacer crecer el imprevisible personaje protagónico. El
momento más delicado para ello es la visita que el grupo realiza, dentro del
tour previsto, al campo de concentración de Majdanek, en la periferia de la
ciudad de Lublin. Pero el recorrido por las instalaciones de este lugar de
horror y vergüenza no solo es un respetuoso elemento del filme en donde además
no existe ni una sola nota de música a la que sí se recurre en muchos otros momentos del
metraje, sino que hace que el espectador perciba constantemente –y solo en esta
secuencia- los rostros de los protagonistas contemplando los barracones, las
cámaras de gas, las dependencias donde se amontonan miles de zapatos y efectos
personales de los prisioneros…Eisenberg
no convierte al espectador en un visitante más de Majdanek aguardando
expectante las reacciones de Benji como sí sucede durante el resto de su
película, sino que gira su mirada 180 grados y nos convierte en lo que el grupo
contempla, en el resultado de la maldad humana, mientras los protagonistas nos
miran horrorizados, consiguiendo así que, a la vez que acentuamos el dolor por
la mirada que nos penetra, quedemos cosificados en las pruebas de la barbarie
que el hombre es capaz de cometer, de manera que nos transforma en objetos y de
esta manera nos inculpa en ello. Sublime desenlace el de la visita a Majdanek,
cuando la consternación incontrolada se apodera precisamente del visitante que
suponíamos más propenso a desentonar en un lugar de esa naturaleza.
«A Real Pain» es un producto
anacrónico a los tiempos actuales. Hace pensar, cuestiona clichés y,
amargamente, nos hace dudar sobre las decisiones que hoy día, más que nunca y
por razones que deberíamos analizar, tomamos en busca de redimirnos por nuestro
modo de vivir. David regresa a su mundo, Benji al suyo y me temo que el abrazo
final es un efecto placebo sobre las conciencias. Quizás la piedra que
homenajea a la abuela de ambos que David coloca en la puerta de su casa sirva
para conservar la esperanza, pero no son los gestos rituales o para lograr la paz interior los
que cambian el mundo, sino las decisiones valientes y globales. Y estas reflexiones
remueven al espectador como pocas películas lo han hecho en los últimos
tiempos. Y con tan solo un presupuesto de tres millones de dólares, la mitad de
lo que ha costado «Anora», a la que alaban diciendo que es el ejemplo del
triunfo del cine independiente. «Annie Hall», la joya de Woody Allen, ganadora
del Oscar a mejor película en 1978, costó cuatro millones de dólares. Y
parafraseando al cineasta neoyorkino, cuando ves «A Real Pain» no te entran
ganas de invadir Polonia, sino de amarla. En mi caso, aún más.
«A Real Pain» está en cines y en
Amazon Prime en alquiler (marzo de 2025).
Más allá del morbo que el público siempre está dispuesto a ver sobre las cuitas en el seno de la Iglesia Católica y más a la hora de hablar sobre todo lo concerniente al Papa, el interés de «Cónclave» radica en debatir apasionadamente en grupo si la estrategia del cardenal Lawrence (Ralph Fiennes) a lo largo de la película es producto de su celo por mantener el buen proceder y la moralidad de la jerarquía vaticana o de su ambición por llegar al papado. Lawrence manda investigar, incluso rompe las reglas de la ética y la moral para que el puzzle se vaya conformando eliminándose a los candidatos ¿por sus pasados que afectarían al papado o para su provecho a la hora de aspirar a ser Santo Padre?
Esto, más allá de las fáciles muestras de lo que hay bajo las alfombras del Vaticano, es lo mejor de una película que no he comentado en estos meses desde que la ví hace ya tiempo porque es muy susceptible de ser pasto de spoiler. Pero en estos días, entre los Oscar y la actualidad que rodea al Papa Francisco, me habéis pedido mis comentarios, de modo que sin montar, preparar ni nada, ahí va una grabación 'a pelo' sobre «Cónclave» en #UltimoEstreno, una película solvente pero cuya justificación para que "suceda lo que sucede" da la risa floja en un guión adaptado sorprendentemente premiado. Ya se sabe que las historias que se enredan o crean autores mediocres terminan con todo el elenco criando malvas... o con una potente bomba que cambia radicalmente el devenir de los hechos.
Más allá de lo sinóptico de «Cónclave», la película está cuidada en su factura, en la puesta en escena de algo que se desarrolla a puerta cerrada y que nadie conoce porque los cardenales no pueden contar lo que sucede en sus reuniones para dirimir el papado. Llama la atención la intencionada actualidad con la que la película está narrada desde su exposición de motivos: El Papa no muere en las dependencias vaticanas, sino en una residencia adjunta a San Pedro... que precisamente es donde reside Francisco habitualmente, y el énfasis de la pugna entre purpurados progresistas y conservadores presenta muchas connotaciones actuales.
También merece la pena detenerse en la banda sonora. La música compuesta por Volker Bertelmann, del cual ya hablamos en la interesante «Sin novedad en el frente», no se basa en leit motivs sobre los personajes que aparecen en pantalla, sino que cumple una función descriptiva y atmosférica. En este sentido, desempeña un papel idéntico al que desarrollaron scores como los de Richard Robbins para «Lo que queda del día» o el francés Armand Amar en «Amén», cuyos temas de inicio de ambas películas caracterizados por sus obstinatos, aumentan la sensación de presentación de situaciones, suspense en el espectador y de desenlaces contrarreloj. La llegada de los cardenales al cónclave nos hace recordar ineludiblemente a los primeros minutos o a la secuencia de la cadena de vehículos de «Lo que queda del día» llegando a aquella reunión secreta donde los 'notables' iban a dirimir el futuro de Europa ante la irrupción de la Alemania nazi, de igual manera que los planos de Costa Gavras con los trenes hacia los campos de concentración en «Amén».
Alrededor de dos centenares de músicos y vocalistas interpretaron ESDLA en dos conciertos ante más de seis mil personas. (Fotografía: JCFM)
La música de cine está compuesta para
la imagen. Aunque esta afirmación es un axioma y como tal indiscutible, el
creciente y afortunado reconocimiento a las composiciones cinematográficas por
parte del público que visiona una película y de la propia industria viene
generando propuestas artísticas de distinta naturaleza. Conciertos con
orquestas sinfónicas, de cámara adaptando partituras, espectáculos guionizados
con alternancia de la palabra y la música o proyecciones que acompañan a la
interpretación de las bandas sonoras en cuestión. Los conciertos en formato
tradicional facilitan que el espectador se centre plenamente en la orquesta, en
la textura de las piezas y en las maneras que tanto el director como los
músicos tienen de interpretar una obra. El aderezo de las imágenes ha venido a
suponer un atractivo más para el gran público o una ganancia de espectadores
susceptibles de responder con un mohín en su rostro cuando de asistir a un
concierto ‘clásico’ se refiere. Todo lo
que suma siempre es positivo, máxime cuando se trata de difundir un género
infravalorado en el cine y en la música. Basta recordar que en el Hollywood
clásico costó iniciar la costumbre de acreditar a los músicos o pagarles como
merecían, y sin necesidad de irnos a tiempos lejanos, las injustas propuestas
de las mentes pensantes de importantes premios como los Oscar, que relegaron a
una grabación en diferido la entrega de la estatuilla a mejor banda sonora
junto con otro puñado de apartados ‘técnicos’, aunque la creación de música no
es algo ‘técnico’ sino artístico y creativo. Llevaban proponiéndolo desde 2018,
lograron hacer efectiva esta discriminación en 2022 y felizmente se retractaron
de ello al año siguiente. Pero el desprecio y el ninguneo a la música de cine
siempre está acechando. Así que cualquier propuesta que atraiga seguidores más
que sumar, multiplica.
Y proponer oír y ver redobla las excelencias de la
oferta. Otra cosa es que los puristas llevemos hasta el extremo nuestra defensa
del concepto indisoluble música-imagen, por lo que al hecho de que no se pueda
prestar la necesaria atención a la orquesta mientras interpreta –máxime en un
país poco acostumbrado a retener dos acciones en su campo de visión desde que
se impuso el doblaje como algo ‘natural’- se sume la interpretación de temas
que la única relación con la imagen es que pertenecen a la misma película,
apareciendo en pantalla, por poner un ejemplo, escenas de momentos románticos
del filme mientras los músicos ofrecen la partitura que se escribió para
escenas trepidantes de otro momento de la cinta, produciéndose un desajuste
perceptivo que afecta al mandamiento con el que iniciamos este texto: la música
de cine se compone para la imagen. Pero para ‘su’ imagen concreta.
En toda esta oferta más o menos
acertada ha venido a irrumpir una opción más atinada y más justa con la
música: la interpretación de la banda sonora completa de la película junto con
la proyección íntegra del filme, sincronizándose ambas tal y como conocimos el
producto final. Seguimos distrayendo la atención plena que requieren los
músicos, pero al menos ponemos de acuerdo los sentidos y los satisfacemos en su
adecuada medida y momentos. Y eso es lo que los pasados 28 de febrero y 1 de
marzo pudimos vivir en el auditorio de Fibes en Sevilla con la Real Orquesta
Sinfónica de Sevilla interpretando la BSO de «El señor de los anillos: la
comunidad del anillo» en un espectáculo –en el sentido más majestuoso de la
palabra- auspiciado por la gerencia de la ROSS al incluir en su programación la
gira que desde hace varios años protagoniza la banda sonora creada por Howard
Shore que ya ha visitado otras ciudades bajo la batuta del maestro Shih-Hung
Young y la soprano Grace Davidson. En los dos conciertos ofrecidos en Sevilla,
tanto el director como la solista demostraron nadar como pez en el agua en el
mundo de la música cinematográfica. El director taiwanés ya viene de experiencias
similares en directo con bandas sonoras también tan celebradas como «El Padrino»,
espectáculos con el sello Disney o, en la plenitud sinfónica similar a la obra
cinematográfica de Peter Jackson, los conciertos con las bandas sonoras de
varias de las películas que conforman la saga de Harry Potter.
Uno de los músicos, tomándole el pulso a su violín antes del concierto del sábado. (Fotografía: JCFM)
Young dirigió en Sevilla con mucha
solvencia, sin aspavientos, aportando a la orquesta y a la masa vocal un tempo asombrosamente similar al que el
propio Howard Shore imprimió a la London Philharmonic Orchestra cuando grabó su
banda sonora hace ya casi veinticinco años. Unas bodas de plata que se
cumplirán habiéndose recorrido un camino de satisfacciones con regalos para
Sevilla. Cabe recordar que lo vivido en la capital hispalense hace unos días ha
sido un espectáculo de gran calado. A la orquesta se sumaron cuatro coros y una
escolanía, casi alcanzándose la cifra de doscientas personas sobre el
escenario. No es necesario incidir en la complejidad de ostentar la batuta de
un concierto de esta índole, de tres horas de duración, ajustándose a las
imágenes de la película proyectada en tiempo real con los diálogos y lo que más
exigimos los amantes de la música de cine junto con la calidad musical y vocal:
la fidelidad y el respeto a la obra original. En este sentido, los conciertos
del 28 de febrero y 1 de marzo superaron nota con creces. Si acaso alguna que
otra licencia que vino a enriquecer la propuesta, como la inclusión del acordeón
en la secuencia de la comarca poco después del inicio del filme, correspondiente
al tema «Concerning Hobbits» en la edición discográfica, y que en el CD
posterior con la versión extendida sí incluía este instrumento a modo de
complemento aunque en la película aparece tal como en la grabación primigenia
para el filme. Nada que objetar… a pesar de mi purismo ya confeso. El mismo que
me hizo comenzar el concierto con rostro contrariado al comprobar que el sonido
de los cuatro coros estaba amplificado y la microfonía dispuesta no solo
alcanzaba a los vocalistas, sino también por proximidad a la orquesta, lo que
arrojaba un sonido que restaba naturalidad a la interpretación y, como siempre
que un audio se amplifica, merma la percepción auditiva del espectador a la
hora de recibir los matices reales de la interpretación. Es entendible que la
organización decidiera apoyar el espectáculo sobre ‘ayuda técnica’ dado que
estamos hablando de un auditorio con 620 metros cuadrados de escenario y capacidad
para más de tres mil personas (con casi todas las localidades vendidas en ambos
conciertos). Por eso muchos seguimos echando de menos estos eventos en el Real
Teatro de la Maestranza, aquel que precisamente acogió hace 21 años un
recordado concierto que vivimos en el que el propio Howard Shore dirigió una
sinfonía en seis movimientos que compendiaba la música compuesta por el maestro
para «La comunidad del anillo», «Las dos torres» y «El retorno del Rey». «Mi
música está compuesta según las palabras de Tolkien», nos comentó Shore a los
periodistas que asistimos a su rueda de prensa como preludio de (también) los
dos conciertos que dirigió en los extintos Encuentros de Música de Cine que
coordinaba Carlos Colón.
Han tenido que pasar más de dos décadas para que en
Sevilla, en Andalucía, se tenga que vivir otro regalo, un evento de similares
características a aquel aunque Shore no dirija pero con los puntos a favor de
una brillante dirección o la voz de Grace Davidson interpretando las partes
solistas femeninas, de enorme delicadeza intercaladas en una obra sinfónica
monumental, así como en los créditos finales sustituyendo la de Enya en la
canción «May It Be» sin irle a la zaga a la cantante irlandesa, porque conviene
recordar que Davidson, con casi un centenar y medio de bandas sonoras
interpretadas a lo largo de su carrera, fue la soprano original de la grabación
del score «El Hobbit: la desolación de Smoug», segunda de las continuaciones de
la trilogía inicial de «El señor de los anillos» dirigida también por Peter
Jackson en 2013 y con la música asimismo compuesta por Howard Shore. Como
brillantes se mostraron en ambos conciertos Giulia Brinckmeier como concertino de
violines o Antonio Hervás como solista del flautín alternando con flauta
irlandesa, especialmente en «Concerning Hobbits», una en Re y otra en Do para
los solos característicos de los hobbits, Hobbiton, etc. o Alfonso Gómez como flauta
2º con la flauta en Sol, para los solos con referencias a Gollum o a los elfos del
Bosque. O la impresionante tuba de Juan Carlos Pérez Calleja en secuencias como
la del puente de Khazad Dum, en las trompas con «The Treason of Isengard», las
trompetas en «The Ring Goes South» aportando su sonoridad a uno de los leit
motivs más significativos de la banda sonora correspondiente a la secuencia del
concilio de creación de la comunidad del anillo, la percusión en su apogeo, poderosa
y maligna, con el característico ritmo identificativo de los nazgûl… Así
podríamos seguir recorriendo destellos de las secciones de la orquesta en una
ejecución global extraordinaria.
La orquesta y la masa coral en plena acción escasos minutos después del inicio del concierto del viernes. (Fotografía: Daniel Acosta)
Mención destacada merece también la conjunción
de la masa coral en temas tan dispares como el poderoso «The Black Ridder» o el
mágico «Lothlorien», con especial cita para las voces blancas de la Escolanía
de Los Palacios, con las asombrosas intervenciones del niño solista Miguel
Montaño Rosal. La partitura del maestro Shore es tan magna como compleja. No es
tarea fácil crear la simbiosis vivida en Fibes entre un grupo de pequeños no
profesionales con las brillantes voces del resto de coros y la ROSS, aún siendo
habituales las colaboraciones del coro infantil con esta orquesta.
En definitiva, dos conciertos para
afortunados de todas las edades, que disfrutaron de tres horas con un descanso
de 15 minutos, lo que supone un espectáculo de gran calidad y cantidad de
tiempo, con el aforo prácticamente lleno y que demuestra a las claras que la
música de cine –amplificada o no sobre el escenario- es sinónimo de éxito y que
queda mucho camino por recorrer ante administraciones privadas y sobre todo
públicas que, a la hora de generar cultura en sus comunidades o municipios,
muestran un sonrojante desinterés no ya por la música cinematográfica, sino ni
siquiera por conocer la existencia de estas propuestas artísticas que crean
cultura con mayúsculas y satisfacen la demanda audiovisual de miles de personas
a las que tenemos que continuar sumando más adictos. Con proyecciones o sin
ellas.
Ahora solo queda esperar a que la
ROSS vuelva a tener la misma y estupenda idea y nos deleite con la experiencia
de «Las dos torres», que ya se ha podido ver con otras orquestas y bajo la
misma batuta de Shih-Hung Young en varias ciudades españolas.
El maestro Shih-Hung Young señala a la soprano Grace Davidson y al niño Miguel Montaño tras el concierto del sábado. (Fotografía: JCFM)
Ficha de los conciertos:
Fecha: 28
de febrero y el 1 de marzo de 2025.
Lugar: pabellón
Fibes II. Auditorio módulo C con capacidad para 3.150 espectadores.
Prácticamente lleno en ambos conciertos.
Orquesta: Real
Orquesta Sinfónica de Sevilla.
Banda sonora original interpretada
compuesta por Howard Shore con
proyección de la película íntegra en idioma original subtitulado en español.
Duración del evento: 3 horas+descanso de 15 minutos.
Director musical: Shih-Hung Young.
Soprano: Grace
Davidson.
Coros:
Coro Ángel de Ucelay dirigido por
Fermín López.
Coro Polifónico Orippo dirigido por
Juan Manuel Barahona.
Coro del Colegio Oficial de
Arquitectos de Sevilla dirigido por Ana Alonso.
Coro NovAria dirigido por Isabel Chía.
Coro de niños Escolanía de Los
Palacios dirigido por Aurora Galán.
Director preparador: Juan Manuel Barahona.
Enlace al video resumen de los conciertos con montaje de prolegómenos, varios temas, montaje de secuencia de la película con su banda de sonido original y el concierto superpuesto para comprobar su fidelidad, fotografías y final:
NOTA: Texto de la crónica realizada por José Carlos Fernández Moscoso para la web especializada www.soundtrackfest.com. Todos los derechos reservados para este medio y #UltimoEstreno tanto de contenido textual, gráfico como audiovisual.
Agradecimiento especial a María Jesús Ruiz de la Rosa, responsable de Relaciones Externas de la ROSS, por sus atenciones.